Antonio en Kiev

Los ves en las redes sociales o en las revistas del colorín, abrazados a los niños, en aldeas o en campos de refugiados, vestidos de safari o de cooperante por un día. Ponen cara de circunstancias si lo que toca es denunciar lo que sea que dé pena. O sonríen a la cámara abrazados a niños que también sonríen porque se conforman con nada y porque ha llegado un ángel de Occidente para traerles felicidad.

Y cuando vuelven a la comodidad de sus hogares, viene la reflexión. Ver tanta miseria, o tanto sufrimiento, así de cerca, les ha cambiado la vida porque se han dado cuenta de que se puede ser feliz con muy poco, que en la vida hay que centrarse en lo importante, que son dos días y bla, bla, bla. Como si los lugares en los que se vive en la pobreza o en la guerra fuesen una Clínica Buchinger Wilhelmi del espíritu.

Y ahí están las fotos (una, pongamos, la del perfil de WhatsApp) y los vídeos (colgados en las redes sociales) para mostrar su bondad, su empatía y su lado solidario.

Misión cumplida. Modelos, actores, influencers, gente anónima, pero también políticos dispuestos a hacer el ridículo (si se tercia) con tal de parecer lo que no se es. «Quiero trasladar el compromiso rotundo de toda la sociedad española con la paz». Pedro Sánchez antes de salir hacia Kiev a por material para su docuserie de Netflix. ¿Necesidad de trasladar todo eso en persona? ¿De anunciar en vivo y en directo que vamos a ser un poquito menos roñosos con Ucrania de lo que somos ahora mismo?. ¿De movilizar los medios materiales y humanos, no sólo de España, sino de una Ucrania en guerra, para su seguridad personal? ¿De entretener a la viceministra ucraniana y a otras autoridades en su paseo por las ruinas de Borodyanka cuando es obvio que preferirían estar en lo que sea que se haga cuando invaden tu país? Ninguna.

Pero esos primeros planos con rostro compungido, esas declaraciones en las que se mezcla la lástima y la indignación, ese recorrido por los desastres de la guerra (aunque sea compartiendo plano con la primera ministra de Dinamarca, alta y guapa ella y con muchas posibilidades de opacarle), todo eso no tiene precio. O sí, pero no lo paga él.

¿La realidad? Podríamos resumirla en la actitud de Volodímir Zelenski ante la visita de Sánchez. Su cara y sus gestos lo dicen. «Este ha venido a por la foto. No se la niego porque igual lo necesito en la Unión Europea». Pero, ¿entusiasmo? ¿Agradecimiento? Ninguno (de hecho, tan poco como para no molestarse en mencionar la visita en su cuenta de Twitter).

Incrementamos nuestra ayuda, sí. Pero no basta, y por mucho que esté en camino (por cierto ¿cómo se le ocurre desvelar el nombre del buque que lleva el armamento?), llega tarde.

Pero, además, ¿cómo confiar en el compromiso de un gobierno del que forman parte comunistas? ¿Cómo creer a quien tiene ministros de un partido como mínimo equidistante con la invasión rusa? ¿De una formación política para la que aumentar el gasto de Defensa es un anatema?

No me alegro de la irrelevancia internacional de nuestro presidente porque al fin y al cabo es la nuestra. Pero si hay una política sólo para adultos, si hay un campo de juego en el que no conocer las reglas o aplicarlas mal puede ser suicida, si hay una gestión en la que no caben los errores, esa es, sin duda, la política exterior.
Pedro Sánchez actúa con la misma frivolidad con la que lo hizo José Luis Rodríguez Zapatero, con las consecuencias por todos conocidas.

Es posible que a Sánchez la jugada (en lo personal) le salga tan bien como a Zapatero. Pero es obvio que a España, otra vez, no

Artículo de Gari Durán publicado en El Español

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