Hace unos días entró en vigor la Ley de Eutanasia, aprobada semanas atrás en el Congreso de los Diputados; gracias a esta ley, un profesional sanitario podrá poner fin a la vida de un paciente de manera deliberada y a petición de este, siempre que sufra un padecimiento grave, crónico o imposibilitante o enfermedad grave o incurable, causantes de un sufrimiento intolerable. Se trata, por tanto, no tanto de poder facilitar la muerte a quien libremente quiere morirse sino a quien decida libremente morirse… si efectivamente está gravemente enfermo y no puede soportar tanto sufrimiento. Es decir, que quien no pueda demostrar un sufrimiento grave, crónico o imposibilitante o una enfermedad grave o incurable causante de un sufrimiento intolerable, no podrá pedir la ayuda de un profesional sanitario y, por lo tanto, deberá seguir vivo o, él mismo, y si tiene arrojos bastantes, arreglárselas como buenamente pueda para poner pies en polvorosa. Cabe suponer que quien no tenga semejantes padecimientos (sean del tipo que sean, y me temo que los del alma son más grandes que los del cuerpo, por muy imposibilitantes que sean estos) no querrá poner fin a su vida… por lo que cabe hacerse la pregunta de por qué preguntar y pedir demostración fehaciente a quien ya tiene la respuesta definitiva. Otra cosa sería poder demostrar que, a pesar de estar físicamente sano, es tanto el dolor que lo acongoja a uno, que seguir vivo no es sino alargar la agonía; y, claro, ¿por qué iba a querer uno morirse si no es porque está sufriendo? Se responderá que mientras hay vida, hay esperanza, por lo que los padecimientos de hoy que no puedan demostrarse definitivos (o definitivamente imposibilitantes) pueden no solo desaparecer mañana sino incluso tornarse en un renovado deseo de vivir la vida y disfrutarla. Supongo que habrán querido sacar del hipotético listado de razones que justifiquen la ayuda del profesional sanitario para poner punto y final a la pesadilla, aquellas que son supuestamente temporales o no necesariamente definitivas, como las depresiones que hacen que pierdas toda esperanza, o quizás los males de amor o los desamores, donde la esperanza es casi peor que el olvido definitivo.