Carl Sagan, un año antes de su muerte, escribió que los libros nos permiten «aprovechar la sabiduría de nuestra especie… y contemplar los conocimientos dolorosamente extraídos de la naturaleza por las mentes más grandes que jamás existieron». Los libros, dijo, nos posibilitan entender el mundo y, más allá, nos facilitan «participar en una sociedad democrática». El libro es así un bien cultural, sin duda, un regalo para el entretenimiento, un refugio para las horas perdidas, pero también se convierte en un instrumento de la libertad y la igualdad que ha de ser preservado de los eventuales ataques de quienes, ostentando el poder, tratan de censurar sus páginas, de quemarlas a la temperatura a la que arde el papel –como en la célebre novela de Ray Bradbury– o, peor aún, de reescribirlas a su conveniencia –como en el orwelliano mundo de «1984»–. Por eso, celebrar el día del libro constituye una reivindicación política para todos y, de una manera especial, para los más pobres y los más ancianos en nuestra sociedad, pues son ellos los más alejados de la lectura.