Barbarie antidemocrática

Es responsabilidad de todos no dejarnos seducir por los cantos de sirenas de los populistas

La imagen del pasado miércoles de unos bárbaros asaltando el Capitolio norteamericano, su parlamento, jaleados por un presidente demente, debe conmocionar a cualquier demócrata. Resultaba surrealista en un país que consideramos uno de los ordenamientos constitucionales de referencia en el mundo: la solemnidad de un importante momento institucional como el que se estaba desarrollando –la validación de los resultados electorales por los representantes del pueblo de los EE UU– era perturbada por una masa enaltecida. En las caras disfrazadas de los asaltantes se veía su «gozo sin igual, con la embriaguez del triunfo» y su convicción en el «gran papel político» que realizaban con su destrozo, como ya describiera Galdós. Ello, y aquí sí la novedad, entre selfis.

¿Fue violenta o no esta protesta? Ciertamente no fue armada, y los cinco muertos que ha dejado pueden llegar a pasar desapercibidos en una sociedad como la americana demasiado acostumbrada a ello. Pero difícilmente podrá negarse la fuerza violenta que guio a la turba en el asalto. ¿Se trató de un intento de golpe de Estado? El presidente electo, Joe Biden, lo calificó como una «insurrección» cercana a la «sedición». Sin embargo, el entorno de Trump ha llamado «patriotas» a los asaltantes.

Estas preguntas, que pueden llevar a disquisiciones bizantinas, no dejan de evidenciar que en el siglo XXI para que caiga una democracia no hace falta sacar los tanques. Ya Curzio Malaparte, en las primeras décadas del siglo XX, describió las técnicas modernas del golpe de Estado a través de noticias falsas, ataques concretos a «centros vitales» o subvirtiendo procesos electorales. Más recientemente, Levitsky y Ziblatt advertían de que «las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos» que van desmantelando la democracia a través de una progresiva erosión. Incluso, como vimos con la insurgencia catalana en 2017, tan bien descrita por Daniel Gascón, la violencia no tiene por qué ser expresa y puede montarse un «golpe de diseño», hasta con un cierto toque ‘kitsch’ y, sobre todo, con una alta eficacia propagandista.

De hecho, cuando se enjuician estas insurrecciones antidemocráticas no basta con detenerse en la foto fija del momento del asalto. Hay que analizar todo el proceso, el cual ni siquiera responde a un plan golpista en sentido estricto. Son una suma de mensajes –desde el «España nos roba», pasando por «no nos representan», hasta llegar al que no se cuenten votos «ilegales» de Trump– que van polarizando a la sociedad; y de actuaciones que van erosionando la credibilidad en las instituciones, con un elemento común en la deriva plebiscitaria y cesarista que mina los contrapesos necesarios en todo Estado democrático de Derecho.

Detener el golpe es por ello más fácil que afrontar la crisis subyacente. En España lo sabemos bien después de lo vivido en otoño de 2017. En el caso norteamericano, el asalto se paró. La fuerza pública expulsó a la turba y finalmente se confirmó la elección del nuevo presidente. Luego, vendrá la exigencia de responsabilidades. Ha habido detenidos que serán juzgados seguramente por graves delitos. Pero también habrá que ver si se depuran responsabilidades a nivel político, en particular del presidente Trump como instigador. Algo que, sin embargo, plantea dificultades políticas y constitucionales.

En todo caso, el problema de fondo para la democracia es cómo limpiar el veneno ya inoculado. Un elevado porcentaje de los votantes republicanos y de los propios parlamentarios siguen secundando las tesis del fraude electoral y desconfían de sus instituciones, al tiempo que destilan odio hacia la otra mitad del país que, en su distorsionada visión, les «roba». Las instituciones democráticas pueden parar a ese bárbaro con cuernos de bisonte, pero es responsabilidad de todos no dejarnos seducir por los cantos de sirenas de los populistas. Cualquiera que sea su color. Dividen a un pueblo en amigos-enemigos, buenos y malos ciudadanos, y presentan a un «arcángel resplandeciente» que salvará de los defectos de las siempre mejorables democracias. Como relató Chaves Nogales en ‘La agonía de Francia’, si esta cayó ante el nazismo fue, principalmente, porque antes de que entraran los alemanes ya había una Francia antidemocrática que había llevado a la «putrefacción» al país. Habían olvidado que «hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia». Porque la democracia hay que creérsela y practicarla.

Artículo de Germán M. Teruel Lozano publicado en La Verdad

 

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