Más allá de esto, lo específico del gobierno español es que no se ha planteado una política que sobrepase los paliativos aplicados para sostener con precariedad la liquidez empresarial y el empleo, o para atender a las rentas de los más desfavorecidos. No tenemos planes industriales, carecemos de programas formativos para reciclar a la mano de obra que ha sido desplazada por la crisis –unos dos millones de personas que se añaden a los tres millones de parados previos– y la inversión pública programada para este año –me refiero a la financiada con los impuestos que pagamos los españoles— apenas llegará al 1,25 por ciento del PIB–muy lejos del cinco por ciento de otras épocas–. La impresión que uno tiene es que los ministros se han sentado a la puerta de sus departamentos para esperar pacientemente la lluvia de millones que llegarán de la Unión Europea como si fueran agua de mayo. Nos están haciendo creer que esos dineros –que al fin y al cabo no llegarán a sumar dos puntos del PIB– manejados por ellos, nos sacarán de esta coyuntura atroz, pues su economía se fundamenta en un pensamiento mágico. De nada valen las ideas de los economistas acerca de los factores sobre los que sustenta el crecimiento: el trabajo, el capital, el nivel educativo de la población, la incorporación de innovaciones tecnológicas o la competitividad. Lo suyo son los prodigios de San Dimas que tan magistralmente retrató Berlanga en su inolvidable «Los jueves, milagro». Eso es todo.