Todo ello fue posible, además, por el miedo que la enfermedad inculcó en los ciudadanos. Éstos, en España, lo mismo que en los demás países, estuvieron dispuestos a sacrificar sus libertades a cambio de la incierta promesa de preservación de su salud que hicieron los Gobiernos. Que esa promesa ha sido fútil es indiscutible, especialmente para los que fallecieron o fueron severamente afectados por el covid-19, de manera que esa relación de intercambio entre derechos y enfermedad ha estado más bien sesgada en detrimento de aquellos. Algunos Gobiernos han sido bastante más escrupulosos que el de Sánchez al tratar de minimizar la afectación de su política hacia las libertades públicas y, sobre todo, de corregir sus efectos más dañinos lo antes posible. En España hemos tenido el caso de la Comunidad de Madrid, aunque con posterioridad al estado de alarma ahora declarado inconstitucional, cuando la región recuperó las competencias que suspendió Sánchez. El Gobierno de éste, por el contrario, no ha tenido reparo en abusar de su poder aprovechando la situación epidémica. Es bueno, por ello, que el Tribunal Constitucional le haya recordado que en una democracia la preservación de la libertad es un fin en sí mismo. Lo ha hecho tarde, cuando el daño estaba hecho y cuando hay poco remedio para sus estragos, aunque se hayan suspendido las sanciones que el Ministerio del Interior impuso a los ciudadanos díscolos. Por eso la lección de esta historia es que quienes habitamos en la Piel de Toro no debemos conformarnos con ver conculcados nuestros derechos y hemos de exigir que los procedimientos constitucionales se respeten estrictamente si, llegado el caso, hemos de volver a enfrentar una crisis de las dimensiones de la que todavía nos envuelve.