Guerra, geopolítica y globalización: a propósito de la Declaración de Versalles

En cuestión de unas pocas semanas el panorama ideológico que va a determinar el futuro de la economía mundial ha cambiado. La guerra, el despiadado ataque de Rusia sobre Ucrania para tratar de imponer su particular visión geopolítica –la de una nación que hereda un pasado imperial determinado por una geografía adversa que, por la escasez de sus obstáculos naturales y su estrecha salida al mar, impuso el ensanchamiento territorial como única forma de asegurar el poder de la vieja Moscovia–, ha provocado que el Occidente europeo –conectado en esto con Norteamérica– haya adquirido de pronto la conciencia de la vulnerabilidad a la que le había conducido su cosmopolitismo, su confianza en las virtudes de la globalización, su hipervaloración del Derecho internacional como único marco para la resolución de los conflictos.

La guerra, en efecto, ha tenido un impacto inédito; ha determinado lo que la pandemia de covid no logró, a pesar, incluso, de que su desarrollo evidenció esa misma vulnerabilidad, plasmada en las dificultades del suministro de productos sanitarios, primero, de semiconductores, después, y del encarecimiento de la energía, más tarde, unido todo ello a un brutal encarecimiento de los costes del transporte internacional. La guerra ha determinado el despertar de la geopolítica; y ello se ha plasmado en la Declaración de Versalles que los jefes de Estado o de Gobierno de los socios de la Unión Europea emitieron tras su reunión informal del 11 de marzo pasado.

De repente, así, el dogma liberal que concedía a la globalización y a sus instituciones internacionales, con su énfasis en las virtudes del mercado, el papel principal en la regulación de las relaciones económicas –y también políticas– entre todos los países del mundo, se ha puesto en cuestión. El redescubrimiento de la geopolítica conducirá así –lo está haciendo ya por lo que concierne a Rusia– a un estrechamiento de la globalización en favor del ámbito interior de Occidente –en nuestro caso, dentro de la Unión Europea–. Ello porque, como destaca la Declaración, «la agresión militar de Rusia contra Ucrania menoscaba la seguridad y estabilidad europea y mundial» y «constituye un vuelco descomunal en la historia europea» que pone en cuestión «a nuestros ciudadanos, nuestros valores, nuestras democracias y el modelo europeo». Ese atroz acontecimiento ha despertado en los dirigentes del Viejo Continente la conciencia de que el futuro inmediato de Europa pasa por el reforzamiento de su soberanía –ligada a su capacidad militar–, la reducción de su dependencia exterior –principalmente, pero no sólo, en el terreno energético– y la ampliación de su base productiva orientada hacia la autosuficiencia.

El lector comprenderá inmediatamente que estamos ante un importante giro de la política económica europea, que estrecha de ese modo su orientación liberal para dar entrada a un intervencionismo creciente de los Estados y de la propia Unión. Ciertamente, no se trata de un retorno a la autarquía, pero sí al mundo de las políticas industriales que impulsaron después de la Segunda Guerra Mundial el desarrollo económico y el aumento del bienestar hasta la crisis petrolera de los años setenta. Lo que vino después de esa crisis fue el énfasis en la globalización; y ahora, bajo el impacto emocional y político de la guerra, lo que los dirigentes europeos plantean es una vuelta –de momento limitada a terrenos muy precisos– hacia el interior.

La Declaración de Versalles delimita cuatro ámbitos en ese ensimismamiento. El primero se refiere a la capacidad de defensa, que, sin desvincularse de la OTAN y de la relación transatlántica, aumente la autonomía europea. La UE pretende así convertirse en un actor de «la defensa colectiva de sus miembros», y expresa su intención de «intensificar su apoyo al orden mundial basado en normas», lo que, más allá de la retórica, se detalla en un programa que, sustentado sobre un aumento sustancial del gasto en defensa, pretende ampliar los proyectos armamentistas, las actividades espaciales y las capacidades operativas conjuntas, sustentándolas sobre un impulso al desarrollo tecnológico e industrial en este campo.

El segundo alude a la reducción de la dependencia energética –concretada en particular en «el gas, el petróleo y el carbón rusos»– a partir de un abanico amplio de actuaciones que se extiende sobre las energías renovables, el gas natural licuado, el hidrógeno, las redes de distribución y la mejora de la eficiencia, con una mención a la acuciante cuestión de los precios.

El tercer ámbito se centra en la búsqueda de «una base económica más sólida, (…) resiliente y competitiva», lo que se especifica en sectores como el de las materias primas, los semiconductores, los medicamentos y productos sanitarios, la economía digital y los alimentos. El planteamiento de la Declaración es nítido: reducir la dependencia extracomunitaria a partir del fomento de iniciativas y alianzas industriales, así como del reforzamiento de la capacidad de investigación al interior de la UE. Estamos ante un redescubrimiento de la política industrial, lo que no excluye la continuidad de «una política comercial ambiciosa [centrada en] el acceso a los mercados, las cadenas de valor sostenibles y la conectividad». La Declaración pone fin así la hipervaloración de la política de competencia que condujo, desde los años noventa, a una drástica reducción de las ayudas de Estado en el terreno productivo y que, con ello, favoreció la desindustrialización. La idea de que cabía complementar la producción interior con la deslocalización de la industria hacia los países de bajo nivel salarial ha quedado, de esta manera repentina, obsoleta.

Porque, además, el cuarto ámbito de la Declaración entra en el fomento de la inversión privada, no sólo reformando el marco regulador de los mercados, sino empleando los recursos de la UE y del Banco Europeo de Inversiones para «superar los fallos de mercado». La política industrial asoma así de nuevo en este documento crucial, en el que se añade también una apelación a que las «políticas presupuestarias nacionales (…) reflejen la nueva situación geopolítica».

La Declaración de Versalles se configura, como el lector comprenderá tras el apresurado resumen que acabo de presentar, como un documento crucial que va a cambiar mucho en la praxis europea de la política económica. La irrupción de la geopolítica cierra el viejo sueño de la sociedad democrática y cosmopolita para entrar en un mundo en el que las regulaciones internacionales sobre las que se sustentó la globalización se constriñen bajo el peso de la guerra y de la conciencia de que, una vez más, las relaciones entre las naciones se ven abocadas a resolverse bajo la amenaza o el uso de la fuerza militar.

Señalaré finalmente que me ha sorprendido que, en España, los medios apenas se hayan hecho eco de la hondura de este documento, de manera que apenas se ha aludido a alguno de sus elementos –los más coyunturales– sin entrar en el fondo de sus planteamientos. Y, en este contexto, llama la atención el prácticamente nulo efecto doctrinal que, de momento, ha tenido sobre los planteamientos de la política económica de nuestro Gobierno. Da la impresión de que Pedro Sánchez no estuvo en Versalles más que para hacerse la foto y, después, dormitar apaciblemente sin enterarse de lo que allí se discutía. Mal para su Gobierno y mal para España.

Artículo de Mikel Buesa publicado en Libertad Digital.

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