En estas circunstancias, sorprende que hayan pasado más de cuatro décadas desde que se aprobó la Constitución sin que ese asunto de la disciplina académica haya sido regulado por el ministerio del ramo, incluso a pesar de que, en ese plazo, se han promulgado varias leyes destinadas a ordenar las actividades universitarias. Sin duda, para todos los ministros que han pasado por el cargo este era un asunto molesto porque ninguno quería pasar por represor. Sin embargo, el peso de los hechos ha acabado imponiéndose y, en estos días, el ministro Manuel Castells ha ultimado una nueva norma disciplinaria a la que ha denominado Ley de Convivencia Universitaria. En ella se regula obviamente la disciplina, pero su aplicación se subordina a un procedimiento de mediación que operará siempre que así lo acepten las partes implicadas, salvo en los casos de acoso y violencia de género, fraude universitario o destrucción de patrimonio. Ni que decir tiene que esta ley es tributaria de una concepción basada en la resolución de conflictos que casa mal en la mayor parte de los casos con la naturaleza de los problemas disciplinarios. Así que, aunque haya que valorar positivamente el hecho de que finalmente el ministro Castells se haya atrevido a lidiar con este tema, no parece que sus normas vayan a resolverlo con claridad. Más aún, creo que la mediación —que, por cierto, ya se aplica en el ámbito de los Defensores del Universitario con los que cuentan todas las universidades— embrollará una buena parte de los asuntos, sobre todo cuando se coloque a los profesores o al personal de administración y servicios en la tesitura de hacerlos moralmente responsables de una sanción a los alumnos —o a sus propios compañeros— cuando hayan sido las conductas punibles de éstos las merecedoras de castigo.