Sin ética, la política es una actividad innoble

Como actividad noble y limpia de querer lo mejor para nuestros conciudadanos, no concibo la política -en su sentido más excelso- como un ejercicio desligado o incluso opuesto a la ética, la ciencia del deber ser.

No es preciso remontarnos a las escuelas filosóficas clásicas o a las grandes figuras de la religión para hallar los fundamentos, sólidamente cimentados, de la necesaria vinculación entre los fines políticos y la moral pública, que configura la ética del gobernante.

Si a lo anterior se añade el poso que deja el estudio y profesión del Derecho Público durante décadas, sus instituciones, las garantías legales, y la defensa de un necesario equilibrio entre el ejercicio de las prerrogativas del poder y la esfera subjetiva de los derechos y libertades del ciudadano, oponible al Estado, se comprenderá que no se entiendan o que se rechacen ciertos comportamientos
demasiado extendidos en la actual clase política española. En efecto: lo mismo que se sabe que “Escribir en Madrid es llorar” , esta democracia nuestra ha acuñado la regla de que “En política no se dimite”. Y si el cargo público, incurso en circunstancia sobrada de dimisión, apuntala con su partido y voto a todo un Gobierno, tampoco se le destituye. En aras a la continuidad en el ejercicio del poder, se prefiere Gobierno sin honra a honra sin Gobierno. Hasta aquí llega la inmoralidad y carencia de ética de muchos de nuestros actuales gobernantes.

Lo peor de ejercer cargos públicos sin ética, sin límites morales, sin principios, es que el sistema político que padece tal anomalía, tal irresponsabilidad, es un sistema que se degrada, que se destruye, que termina necesitando una refundación o reconstrucción, sin que se conozca claramente qué sistema político le sucederá y cuándo. Es la filosofía política que subyace en aquel magistral y premonitorio artículo de opinión de José Ortega y Gasset, “El error Berenguer” (‘El Sol’, 15 Noviembre 1930) en ocasión de otro convulso y delicado tiempo político cuando sucumbió la Monarquía de la Restauración canovista y emergió una República insatisfactoria, sectaria.

La situación es más preocupante cuando la negativa a dimitir encuentra apoyo cerrado -hasta el momento- en el partido político de una imputada judicial por un repugnante caso de abuso sexual de una entonces menor bajo la tutela oficial de una ex vicepresidenta. O sea, que no se trata solamente de un empecinamiento personal, individual, sino también de una estrategia partidista que arrasa la democracia como sistema político, ese sistema que debe estar basado en la honestidad, objetividad, transparencia y buen gobierno. La ceguera política de no asumir responsabilidad en el ejercicio de funciones públicas no puede llevarnos a negar otro efecto nocivo para la ‘res pública’: el mal ejemplo para las nuevas generaciones que, un día cercano, habrán de tomar el relevo. La democracia es una escuela de ciudadanía, una lección permanente y constante de buen gobierno, y ¿qué modelo de gobierno se inculca a los nuevos dirigentes ante la injustificable y numantina posición de una política que se resiste y se niega a rectificar su ejecutoria? Le asiste, desde luego, la presunción de inocencia, pero abandonar precautoriamente el cargo no equivale a condena judicial alguna, ni la presupone. En cambio, hablaría del recto proceder del gobernante. Afianzaría en los ciudadanos la confianza en sus representantes democráticos.

Empero sobrecoge más, si cabe, que la imputada -que en el pasado se caracterizó por pedir a sus adversarios un alto nivel de exigencia- no se lo exija a sí misma. Clamoroso ejercicio de incoherencia. Y el colmo es apelar, como se ha hecho, nada menos que a “una postura ética, estética y política” (sic). También, en una huida hacia adelante, se alude a ‘maniobras fascistas de la oposición’ (sic), a la que se le engloba bajo el calificativo peyorativo e inapelable de ultraderecha.

Llamar fascista a la oposición democrática es dispararse un tiro en el pie. Intentar amordazar a la oposición con burdas descalificaciones es, si atendemos a la doctrina más ponderada, participar de uno de los postulados del fascismo. Lo afirma Walter Montenegro en su ya clásica “Introducción a las doctrinas político-económicas” (FCE, México, 1972, página 178 y ss.).

En efecto, este profesor boliviano, en la exposición doctrinal que hace sobre el fascismo (ibidem), afirma que son conductas fascistas “el derecho inmanente de los “mejores” a gobernar; el derecho privilegiado de las ‘élites’ (los mejores) a manejar los asuntos de la colectividad”… En el fascismo, los que ya poseen el poder y vienen ejerciéndolo se resisten a abandonarlo por “predestinación”, postura cercana a la sostenida por la ex vicepresidenta y el apoyo cerrado de su partido. Por el bien de todos, convendría recuperar la sensatez y primar la ética sobre la ideología.

Artículo de José Torné-Dombidau y Jiménez publicado en Las Provincias.

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