Tampoco eran mujeres Soraya Sáenz de Santamaría («a la política se viene llorada de casa»), ni Rita Barberá, ni Inés Arrimadas y, menos aún, Rocío Monasterio o Rocío de Meer (la de la pedrada podemita en la frente, esa cuya sangre era ketchup, según ilustres como Echenique y su ejército de troles).