Nos guste o no, para evitar estar en la parte débil de un diálogo como el de los melios, las democracias han de poder tener capacidad de disuasión y capacidad de atracción. Eso sí, una democracia que no pierda de vista lo que es ser una democracia, una democracia que no se desnaturalice aceptando relatos que son impropios como el de la imposición cultural e identitaria. Una democracia, que, mientras refuerza el poder exterior, paralelamente, fortalece las bases democráticas de la democracia, no solo para evitar que se corrompa como ocurrió en la antigua Atenas, sino para que sirva de modelo y espejo de aquellas sociedades sometidas a las tiranías. El problema es que si se sigue permitiendo que, desde los poderes públicos y los poderes fácticos, se cercene la diversidad, se encorsete la libertad, se impongan estereotipos y se pongan en cuestión las libertades individuales, la frontera entre la tiranía y la democracia será cada vez más difusa. Deberíamos evitar caer en lo que podríamos llamar la «trampa de Pericles».