El diseño de cualquier política económica requiere dos condiciones: una, establecer certeramente la raíz del problema; y dos, conocer la reacción de los agentes que serán afectados por las medidas a tomar. En ambos aspectos la política de Teresa Ribera ha fallado estrepitosamente porque ni ha identificado correctamente las causas de la multiplicación de los precios de la electricidad, ni ha vislumbrado cuál pudiera ser el comportamiento de las grandes compañías del sector ante un súbito y abultado recorte de sus ingresos. En cuanto a lo primero, se ha dejado llevar por la demagogia anti-oligopolio con esa ficción de los «beneficios llovidos del cielo», en vez de considerar que el sector energético es un todo interrelacionado y que, en este caso, la subida del coste del gas —que se muestra como un fenómeno inacabado y permanente— ha arrastrado todo lo demás. Y por lo que concierne a lo segundo, sus logros son negativos, pues se ha reducido la aportación al sistema de las fuentes no contaminantes —entre ellas, la eólica y la fotovoltaica— y se han trasladado rápidamente las subidas tarifarias a los grandes consumidores, expulsando así a las industrias electro-intensivas de la actividad productiva, alimentando la crisis post-covid.