Pues bien, lo que la Constitución dice es que para que el Rey nombre a los 12 miembros del Tribunal Constitucional se exigen unas amplias mayorías: cuatro son nombrados a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. Los candidatos deben de ser nombrados entre magistrados y fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos y abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de 15 años de ejercicio profesional. Además, son designados por un período de nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres con la evidente intención de desvincular su renovación de los ciclos electorales. Como se desprende de lo anterior, la idea no era que se reunieran los líderes de los dos principales partidos, prescindiendo del Congreso, el Senado, el Gobierno y el CGPJ y se intercambiaran unos cuantos cromos, teniendo en cuenta además las otras instituciones a renovar para que la cosa dé más juego. Tampoco estaba previsto que los partidos jugaran con los plazos de renovación para adecuarlos a los ciclos electorales (de ahí que tarden tanto tiempo en hacerlo; el partido beneficiado en el anterior ciclo suele hacerse el remolón cuando el nuevo ciclo no le favorece). Ni mucho menos que los cromos a intercambiar ya no fueran solo los de una institución, sino que se metieran varias en el saco: Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas y Defensor del Pueblo y si me apuran alguna más que ande por ahí vacante. Así, dados los apoyos que necesita el Gobierno central por parte de los independentistas los cromos del Tribunal de Cuentas le pueden resultar particularmente interesantes y está claro que el PP no va a soltar fácilmente el Consejo General del Poder Judicial con la poderosa excusa de su despolitización previa, lógica que sin embargo no aplica en absoluto a las demás instituciones.