Estado de excepción sanitario

“Estado de excepción sanitario”. Con esta expresión podríamos sintetizar el fallo del Tribunal Constitucional que, en su reciente sentencia sobre el primer decreto del estado de alarma, ha concluido que el confinamiento general de la población que se decretó en marzo resultó inconstitucional. Fue una medida tan incisiva en la libertad deambulatoria que no puede considerarse como una mera limitación, sino que, materialmente, habría supuesto una suspensión de la misma, algo que de acuerdo con la Constitución solo es posible adoptar en el marco del estado de excepción o de sitio (art. 55.1 CE).

Seguramente el constituyente no pensó en un estado de excepción sanitario cuando contempló el art. 116 CE que regula el Derecho de excepción; y aún menos el legislador, cuando en el año 1981, deprisa y corriendo tras el fallido golpe de estado del 23-F, aprobó la Ley orgánica que regula los estados de alarma, excepción y sitio, previendo el estado de alarma para afrontar epidemias. Sin embargo, a juicio del Alto Tribunal, en el concepto de orden público que esta ley establece como presupuesto para decretar el estado de excepción puede encajarse una pandemia como la que vivimos, que provocó una grave alteración del funcionamiento de un servicio público esencial –la sanidad– y que exigió medidas restrictivas de derechos tan intensas que supusieron su total desnaturalización. De manera que, al entender del Constitucional, la primera respuesta a la crisis debería haber sido el estado de excepción y no el estado de alarma.

Esta sentencia ha dado lugar a muy distintas lecturas políticas. Creo que todas ellas sobran. Pero me preocupa especialmente el mal encaje que ha demostrado el gobierno, con una “solemne” declaración de la Ministra de Justicia que, sin entrar en el fondo jurídico, más bien trató de deslegitimar al Tribunal Constitucional, que en ningún momento ha cuestionado la necesidad y proporcionalidad de las medidas adoptadas, sino su marco jurídico. No entiendo la postura gubernamental cuando, en realidad, su posición se podía justificar fácilmente: la prioridad fue adoptar las medidas sanitarias (algo que jurídicamente nadie tacha), pero el gobierno tuvo que improvisar con una legislación obsoleta y ahora podría tomar buena nota de lo que ha sentenciado el Constitucional para impulsar las reformas correspondientes. Sencillo y respetuoso.

De ahí que esta desairada reacción gubernamental más bien parezca un despecho ante quien no se ha dejado “interesar”, según relatan ciertas crónicas. Más depurado es el argumento de quienes aducen que el Constitucional debería haber respetado lo decidido por los órganos políticos, gobierno y parlamento. Una posición que puede seducir en tiempos de populismos plebiscitarios que propugnan la razón democrática como soberana desnuda. Por ello debemos recordar ahora que, precisamente porque el poder es democrático, está limitado por el derecho y, por ende, tienen que existir unos órganos independientes que actúen como contrapoderes.

En el caso en concreto, ni un ápice de legitimidad resta a la decisión del tribunal que el recurso lo haya presentado Vox, quienes, todo sea dicho, incluso en la celebración de la victoria de esta batalla jurídica han dejado muestra de su vocación antiliberal y populista; ni el hecho de que haya habido renuncias y mandatos caducados entre los magistrados del Constitucional. A este último respecto, debe destacarse que los actuales magistrados constitucionales siguen ejerciendo sus funciones por mandato de la ley, ya que fue el legislador democrático el que así lo estableció.

Podemos pensar otras soluciones ante la caducidad de su mandato y, desde luego, debemos censurar la irresponsable actitud obstruccionista de la oposición que ha conducido al bloqueo en la renovación de los principales órganos constitucionales pero, reitero, nada de ello debe pesar sobre los magistrados ni sobre el propio tribunal, que debe seguir cumpliendo como guardián de la Constitución. Sí pesa sobre sus magistrados, y harían bien en cuidarlo, las inaceptables filtraciones y las declaraciones exhibicionistas en distintos medios de comunicación, que poco ayudan a despolitizar el asunto.

En todo caso, jurídicamente también se han cargado las tintas y un sector doctrinal, e incluso algún magistrado constitucional, ha considerado que la sentencia crea un “grave problema”, que resulta “inquietante”. Y una ministra ha llegado a concluir que es fruto de “elucubraciones doctrinales”. En cuanto a esta última crítica, algún malpensado podría atribuirla a que hoy día para un político todo aquello que sea reflexión y discusión con argumentos es una despreciable elucubración. Mejor los panfletos de partido, con sus inapelables consignas que caben en un tuit.

Pero, entrando al fondo jurídico, en mi opinión debemos celebrar esta sentencia que nos ofrece la primera parte de un manual sobre cómo interpretar el derecho constitucional de excepción previsto en el art. 116 CE y que, como he señalado, había sido regulado de forma un tanto deficiente en 1981. De hecho, como ya ocurriera con la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con el 155 CE, uno de los principales valores de la que ahora ha dictado el Constitucional es, precisamente, ofrecer una lectura garantista de estas cláusulas excepcionales, adecuada a un Estado constitucional moderno.

Hasta el momento, creo que pesaba en exceso una interpretación condicionada por lo que habían supuesto históricamente y por el uso que se había hecho antes de la Constitución de 1978 de institutos como la coacción federal o los estados excepcionales, y muy en particular del estado de excepción. Eran algo así como el botón nuclear que nunca debía pulsarse porque podía hacer saltar por los aires el Estado constitucional. Sin embargo, su aplicación en los últimos años ha demostrado la fortaleza de la Constitución también para dar respuesta a situaciones excepcionales de crisis, respetando siempre un orden de garantías.

Lo que nos ha venido a decir el Tribunal Constitucional es que la Constitución, también en la excepción, encarna ese orden de garantías y que, por tanto, para los españoles de 2021 el estado de excepción que esta contempla en su art. 116 es un instituto que viene a salvaguardar nuestras libertades y a prevenir abusos con unas garantías normativas, institucionales y jurisdiccionales que encauzan una situación de grave alteración de la normalidad democrática a la que no se puede responder con los poderes ordinarios.

Y ha sentado una doctrina relevante para el futuro: por muy grave que sea la calamidad a la que nos enfrentemos, si el gobierno entiende que es necesario adoptar medidas que desnaturalizan los derechos y libertades de los ciudadanos, tendrá antes que solicitar autorización al Congreso de los Diputados. Hay quien critica esta doctrina porque en un hipotético futuro un gobierno que contara con mayoría parlamentaria podría aprovechar una calamidad para suspender más derechos de los necesarios. Excesos siempre puede haber, pero lo que no podemos es olvidar que, en tal caso, también entraría en juego el control del propio Tribunal Constitucional, si no lo han deslegitimado por el camino.

Por tanto, creo que el Tribunal Constitucional ha cumplido fielmente con su función como intérprete supremo de la Constitución. Además, el indeseable retraso en su respuesta ha tenido una consecuencia positiva: en la medida que no se ha cuestionado el fondo de las medidas que se adoptaron, sino su forma, y que el Tribunal ha sido deferente limitando los efectos de su sentencia, al final se ha evitado el desbarajuste político que hubiera creado si hubiera resuelto en el momento y la doctrina sentada nos queda para el futuro.

A ese “manual” del art. 116 quedará por añadir la respuesta que dé el Tribunal Constitucional a otros dos recursos que tiene pendientes, uno contra el estado de alarma de octubre, por su prórroga durante 6 meses y por la cogobernanza autonómica que diseñó, y otro en relación con los poderes de las autoridades sanitarias a la hora de limitar derechos fundamentales de forma generalizada sin estado de alarma (toques de queda, confinamientos perimetrales…). De manera que, cuando el Tribunal complete ese manual, le corresponderá coger el testigo al gobierno y al parlamento para impulsar una reforma de nuestra legislación, en concreto de la Ley orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio. Ojalá que mayoría gubernamental y oposición colaboren para forjar los consensos que tanto necesita nuestra democracia.

Artículo de Germán M. Teruel publicado en Letras Libres

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