¿La burguesía catalana?: nada que esperar

Hace seis años, a unos pocos amigos se nos ocurrió crear CLAC, un centro —un cobijo— cultural cosmopolita en Cataluña: una temeridad en un ecosistema en donde la impostura de la identidad absorbe los presupuestos públicos y asfixia el pulso natural de la vida. Como estas cosas requieren elementales recursos, siquiera un local para conferenciar, algunos con más aldabas que servidor —y más ingenuos— se acercaron a patricios de la ciudad a contarles nuestras cuitas. Unos nos recibieron con amabilidad; otros, silbaron y, seguramente, algún otro, apenas salíamos por la puerta, avisó a las autoridades, no fuera qué.

Esa era la realidad de la ilustrada burguesía catalana, tan novelada en Madrid. Cobarde, servil y, por convicción o conveniencia, arrogantemente cateta. Conviene no olvidarlo en estos días cuando, al levantar discretamente la mano, después de que sus criaturas arrasaran la ciudad, ha vuelto a ser encumbrada. “Al fin, caen en la cuenta de que han de elegir entre la economía y la independencia”, se nos dice.

Pues no. El cuento de la caída del guindo resulta insostenible. Opera bajo el supuesto de que a la burguesía catalana le importa la economía catalana. A partir de ahí se levantó una ensoñación: descubrirán que el proceso lleva a la ruina. Y también una predicción: con el tiempo la locura perderá apoyos. El procés tenía límites objetivos.

Como todos los cuentos consoladores también este era una fantasía. Sobran los ejemplos de sociedades enredadas en inexorables dinámicas autodestructivas (recuerden Colapso, de Diamond). A veces, porque la propia morosidad de la degradación, que no sucede de un día para otro, impide reparar en lo que ocurre: la catástrofe no llega al instante siguiente de introducir el voto en la urna. Otras, porque las dinámicas resultan imparables, porque los protagonistas no pueden apearse del proceso que ellos mismos alimentan, como pasa cuando en un incendio en una sala cerrada todos corren hacia la única puerta. Saben que la cosa acabará mal, pero no les queda otra.

El guion real era otro. Ya conocido. Se había escrito en el País Vasco y hasta tenía título: el árbol y las nueces. Para aplacar a la fiera, privilegios. Los beneficiarios, muchos, se arracimaban en torno al PNV y sus tramas clientelares, lo más parecido al PRI mexicano que Europa ha conocido: medios de comunicación, ONGs, enseñantes y muchos, muchos, funcionarios. Una trama civil literalmente comprada a cuenta de la identidad. Sí, el terrorismo tenía enormes costes económicos, pero apenas rozaban a los beneficiarios. Al revés, evitaba la llegada de la competencia y la discrepancia. Y, al cabo, lo perceptible, para cada uno son sus ventajas fiscales. Los efectos agregados, a medio plazo, no le importan a nadie en particular. Los beneficios de cada cual, eso sí, eran bien concretos. Y, por lo demás, ya nadie produce para el mercado local.

El pacto fiscal buscaba recrear ese guion con una amenaza de independencia siempre aplazada. Resultó rentable durante mucho tiempo. Hasta que la declaración de independencia asustó a quienes se beneficiaban de la amenaza. Y se marcharon. Una vez fuera, ya no cuentan y el argumento “cuidado, que se van a marchar” deja de servir. Los otros hasta se alegran de la depuración: la autarquía siempre ha encontrado partidarios entre los incompetentes. Sobre todo, mientras la respiración asistida de la economía por parte del gobierno de España narcotice el principio de realidad.

Desengáñense. A estas alturas, el dilema “economía o independencia”, indiscutible en el plano de los conceptos, no emplaza a nadie en particular. Al revés, la catástrofe ayuda a la independencia. A quienes el dilema podía movilizar, ya se fueron. Los demás, forjados en la moral pequeñoburguesa del funcionario, indistinguible de la del botiguer, no se enterarán de lo que se juegan hasta que lo hayan perdido. A lo sumo, se horrorizan cuando ven blindado el Paseo de Gracia. Es lo que explica la “heroica reacción” de estos días. Pero a todo se acostumbran. Ya ha pasado varias veces.

Artículo de Félix Ovejero publicado en El Mundo

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