La negociación, constreñida por la potencia del movimiento cívico, acabó circunscribiéndose a la cuestión política; o sea, a la de la posibilidad de que Herri Batasuna, tras un lavado de cara y de siglas, retomara su papel institucional, superando así los desastrosos efectos que, para ella, tuvo su ilegalización en 2002. Curiosamente –y esta es la clave del asunto, el polvo del que vienen los lodos actuales–, esto se hizo mediante una pirueta intelectual que desnudaba de cualquier intencionalidad política a ETA. Ésta, como todas las organizaciones terroristas, tenía un proyecto político –la independencia y el socialismo a la vasca– y lo defendía desarrollando «una lucha política con medios militares» –tal como había teorizado el líder del Irgún, Menajem Beguin, en sus memorias de la lucha clandestina por la independencia de Israel–. Su singularidad, sin embargo, que en esto imitaba la experiencia del IRA, era que, desde la perspectiva organizativa, desde los años finales de la década de 1970, ETA se había desdoblado en una entidad dedicada a la lucha armada –la propia ETA– y otra –KAS y Herri Batasuna– centrada en la organización política del Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV) y de su expresión institucional.