La insoportable estupidez de la derecha wagneriana

No soporto a Wagner, no lo aguanto, su música es superior a mis fuerzas. 

Cuando alguna vez me he visto obligado a escuchar la fanfarria con la que acompañaba sus monumentales bodrios nibelungos nunca me han entrado una ganas locas de invadir Polonia, como le sucedía a Woody Allen, sino que muy por el contrario, además de producirme una espesa desidia, aparecía ante mis ojos una banda vientometalera levantina, toda vestida de blanco e interpretando a todo trapo «paquito el chocolatero» mientras movían sus instrumentos arriba y abajo de forma furibunda. 

Hagan la prueba ustedes mismos, escuchen el comienzo del tercer acto de su ópera La Valquiria y cuando acaben pónganse rápidamente el pasodoble Paquito el chocolatero al mismo volumen sonoro, verán de lo que hablo.

Wagner es exceso sonoro,  trompetas enfermizas, percusión tóxica, épica desatada, decibelios enloquecidos, héroes furibundos, misiones históricas, enemigos alevosos. Un verdadero coñazo, vamos.

No estoy hablando solo de música, el exceso de la charanga wagneriana alcanza todas las artes humanas y las divide como la falla de San Andrés hace con California: a un lado la grandilocuencia y la vacuidad de la épica, a otro la belleza sutil y armónica de la lírica: Aleksandr Guerásimov frente a Joaquín SorollaAlbert Speer frente a Oscar NiemeyerDie Partei de Arno Breker frente a La Piedad de Miguel Angel Buonarroti.

Y claro, la política no podía ser diferente, sobre todo en los márgenes más extremos de la misma, oscuros lugares llenos de irrelevantes batallas culturales, estúpidas revoluciones pendientes, aburridísimos principios irrenunciables y demás zarandajas wagnerianas con olor a naftalina.

Pero hoy no quiero referirme a todo el espectro político, sino solamente a una parte del mismo, concretamente al centro-derecha español, un espacio que muestra preocupantes signos de contaminación épico-valquírica en el momento menos adecuado para tales excesos.

Y es que tras más de cuarenta años de democracia la realidad no puede ser más obstinada y contundente, el centro-derecha en España, y aquí incluyo al José María Aznar que pactó su primer gobierno con el nacionalismo catalán,  solo ha conseguido llegar a la Moncloa cuando ha abandonado la obscena y contraproducente épica imperial y ha sido capaz de inyectarse grandes dosis de lírica, pacto, acuerdo y sentido común.

Solo investida de los acordes de esa bella y moderada lírica ha sido capaz de activar los grandes trasvases de voto que se necesitan para gobernar este país y solo de esa misma forma podrá volver a hacerlo.

Lo que llama poderosamente la atención es que sea precisamente en este momento político en las encuestas ya sitúan a Pablo Casado al frente de las preferencias políticas de los españoles vislumbrándose con claridad como futuro presidente del gobierno, en este momento simbólico en el que el sanchismo comienza a descomponerse, cuando haya algunas voces que semana a semana, desde medios de comunicación que se dicen liberales o incluso conservadores traten de rescatar las viejas partituras wagnerianas de los baúles en los que estaban bien guardadas, un movimiento estúpido e irreflexivo que solo puede traer una consecuencia: la vuelta a la vida del cadavérico frankenstein sanchista.

Miren, puedo entender que en momentos de zozobra a cualquiera le invada la confusión y la duda, pero eso no puede suceder cuando ya has ganado.

Y esa es la cosa, que por mucho que les pese tanto a Sánchez como a esos huecos sigfridos de saldo, Pablo Casado ya ha ganado las próximas elecciones.

Agradecimiento post scriptum: Gracias le sean dadas a José F. Peláez, fino articulista de ABC y El Norte de Castilla por la pista wagneriana origen de esta columna.

Artículo de César Calderón publicado en The Objective.

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