La nueva muerte de Barcelona

Federico Jiménez Losantos relató en ‘La ciudad que fue’ la crónica de una Barcelona ácrata, divertida y hedonista. Una urbe vital y desacomplejada, que tenía en Las Ramblas el eje de su vida social y cultural, y que murió cuando llegó el pujolismo en 1980 y el manto cuatribarrado nacionalista tapó las ansías de librepensamiento y libertinaje que habían sido la mejor carta de presentación de una ciudad que se convirtió en el rompeolas de todas las libertades. El pasado martes fallecieron dos creadores que contribuyeron a esa Barcelona diferente, una Barcelona española y capital mundial de la edición en español, que muchos añoramos y que nunca volverá mientras el separatismo siga envenenando este rincón de España.

Cada uno a su manera, pero Miguel Gallardo y José Martí Gómez fueron dos personajes clave en esa Barcelona diferente. Martí Gómez como un periodista honesto, que lejos de dejarse arrastrar por las veleidades de la política –como sí hizo su compañero de andanzas Josep Ramoneda, que se pasó a la propaganda y que ha oscilado en los últimos años entre el separatismo light y el socialismo más o menos oficialista según tocara-, se dedicó en exclusiva al oficio de contar las cosas, en prensa y en libros. La crónica judicial barcelonesa destacó en un personaje que tocó todos los palos de la profesión periodística, pero siempre con un toque outsider. En eso se le notaba su afición por el club maldito del deporte catalán, el RCD Espanyol, amor que compartimos y que nos situaba a ambos –más a mí que a él, por supuesto– en los márgenes de la Cataluña biempensante de Barça, foto de Jordi Pujol en el recibidor y convicciones supremacistas sobre la superioridad moral y cultural de los catalanes. Visión nacionalista compartida por Oriol Junqueras y gestionada de manera funcionarial por Pere Aragonès.

Tras una adolescencia plácida con un toque naif, mi llegada a la universidad –la decadente y desdichada facultad de Geografía e Historia situada al lado del Nou Camp– coincidió con mi descubrimiento de Makoki y su pandilla. El mundo loco y anárquico que Gallardo, Juanito Mediavilla y Felipe Borrallo crearon con los colegas y enemigos del lunático del casco con cables y sus colegas –el tío Emo, el niñato, Buitre Buitaker, inspector Pectol y el comisario Loperena, entre otros– me cautivó. Guiones duros, personajes extremos y un ambiente que solo se podía dar en la Barcelona de finales de los setenta, en la que la Plaza Real era la capital de todos los vicios y Las Ramblas de Ocaña un escenario en el que todo era posible. Era la Barcelona en la que Antonio, el hijo ‘descarriado’ de los muy comunistas Teresa Pàmies y Gregorio López Raimundo hacia tebeos dedicados a Roberto el Carca y Zotín, una parodia-homenaje a los tebeos de aventuras de la España del franquismo.

Tras una adolescencia plácida con un toque naif, mi llegada a la universidad –la decadente y desdichada facultad de Geografía e Historia situada al lado del Nou Camp– coincidió con mi descubrimiento de Makoki y su pandilla. El mundo loco y anárquico que Gallardo, Juanito Mediavilla y Felipe Borrallo crearon con los colegas y enemigos del lunático del casco con cables y sus colegas –el tío Emo, el niñato, Buitre Buitaker, inspector Pectol y el comisario Loperena, entre otros– me cautivó. Guiones duros, personajes extremos y un ambiente que solo se podía dar en la Barcelona de finales de los setenta, en la que la Plaza Real era la capital de todos los vicios y Las Ramblas de Ocaña un escenario en el que todo era posible. Era la Barcelona en la que Antonio, el hijo ‘descarriado’ de los muy comunistas Teresa Pàmies y Gregorio López Raimundo hacia tebeos dedicados a Roberto el Carca y Zotín, una parodia-homenaje a los tebeos de aventuras de la España del franquismo.

Artículo de Sergio Fidalgo publicado en Ok Diario

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