Arnaldo Otegi es portador de la señal de Caín. Sabe por ello que nunca le matarán, pero también conoce que esa marca no le eximirá de que su estirpe asesina le acompañe hasta que llegue su hora final. Se la impuso Zapatero en un remoto día, poco antes de designarlo como «un hombre de paz», mientras sus colegas de ETA iban perpetrando los últimos crímenes con los que completarían la nómina victimal de medio siglo de terrorismo. Entretanto, apelaba a un conflicto ficticio que le servía para justificar ese reguero de muerte y estragos sin causarle la menor inquietud, el más mínimo trastorno, ningún remordimiento. Y así sigue, mostrando su cínica fisonomía mientras desgrana su respaldo postrero al terrorismo nacionalista vasco y afirma que «nunca debió existir el dolor» causado a quienes fueron sus víctimas arrasadas por el espanto, la incomprensión y la muerte. Dice albergar un «sentimiento sincero» como si a alguien le importara esa sensiblería huérfana de compasión y repleta de calculado interés político para seguir sosteniendo su totalitaria pretensión de hacer de los vascos un rebaño rendido a sus ideas «abertzales» y sumiso a sus designios. Y lo hace mientras recibe el aplauso de un partido socialista que ha perdido la memoria de sus mártires, de los que se opusieron a ETA, de los que no quisieron doblegarse ante el tiránico destino que ésta procuraba. Esos mártires que cayeron en la lucha y cuyos nombres se ocultan y olvidan porque su mera evocación martillea con fuerza el proyecto de la que otrora fue su casa.