Es el discurso y, sobre todo, la práctica de la libertad. Pocas veces hemos asistido a tan desaforadas –y, en lo conceptual, disparatadas– reacciones hacia una estrategia electoralmente ganadora como la desplegada en Madrid por Isabel Díaz Ayuso, cuyo fundamente no ha sido otro que el de la apelación a la libertad. Todos en la izquierda han arremetido en contra, básicamente porque, en su fantasiosa superioridad ética, creen que la libertad les pertenece, aunque se hayan alineado, muchos años después, con la idea subyacente en la respuesta que dio Lenin en 1920 a la pregunta que, sobre ella, le formuló Fernando de los Ríos: «¿Libertad para qué?». Una idea que no es sino la negación misma de la libertad porque, en la concepción leninista, ahora tan en boga, es el Estado quien ha de regular hasta el más mínimo detalle la vida personal y social de todos los individuos, negando su singularidad y subsumiéndolos en la colectividad.