Piolines

Cuando supimos que se alojaban ahí, sentimos su humillación como propia. Es cierto que se podría pensar que tampoco estaban tan mal. Al fin y al cabo, ese barco había sido un crucero y seguro que en peores garitas han hecho guardia. Eso sí, las ilustraciones del casco parecían una vejación innecesaria, carne de meme, de chufla. Y eso fue. «Piolines».

Lo peor era pensar que estaban ahí porque, bien fuese por temor o por odio, no había quien los quisiera alojar en sus hoteles, así que esa fue la única alternativa, un despropósito más en ese 1 de octubre de golpe de Estado.

Cuando Cataluña ardió en octubre de 2019, vimos de nuevo cómo se les humillaba, esta vez dejándolos prácticamente inermes ante la turba que un día tras otro les lanzaba adoquines a la cabeza sin que Fernando Grande-Marlaska les dejara defenderse.

Recuerdo las manifestaciones en Barcelona. Las de 2017 y las de 2019. Les dábamos las gracias en nombre de todos los que (salvo por el discurso del rey) se habían sentido solos.

Con una sonrisa, un aplauso o una mirada cómplice, queríamos que supieran que estábamos con ellos.

Para los fascistas amarillos, la Policía y la Guardia Civil fueron «piolines», pero a nosotros nos representaban. Y cuando digo nosotros, me refiero a los que creemos en el Estado de derecho y en la unidad territorial de España. Pero, sobre todo, a los que deploramos el uso de la violencia (iba a decir venga de dónde venga, pero lo cierto es que suele venir siempre del mismo lado, así que para qué). Los que somos gente de orden (en suma), como debería serlo el presidente del Gobierno.

Pero no. Pedro Sánchez es todo lo contrario. Martillazo a martillazo va derribando el edificio constitucional con la persistencia y el empeño de un antisistema venido a más. Me da igual si cuando habló de «piolines» en el Congreso de los Diputados se refería al barco
o a los policías y guardias civiles. Lo importante es que utilizó el lenguaje de los separatistas y, al hacerlo, tomó como propio su relato.

Lo mismo que cuando destituyó a la directora del CNI, Paz Esteban, no porque le espiaran a él (impedirlo era cometido de Félix Bolaños), sino porque se lo exigieron los separatistas.

La cuestión es que, al hacerlo, mandaba el mensaje de que efectivamente, tal como sostienen sus socios, España no es un Estado homologable al resto de democracias occidentales porque ¿quién puede dar por bueno a un país en el que se espía a los dirigentes de otros partidos?

Y otro tanto cuando asume el discurso de podemitas y separatistas respecto a la Corona.

Cierto que desde el PSOE se finge una centralidad de la que en realidad carecen y que, si comparamos las manifestaciones de sus ministros con las de sus socios, pueden parecer hasta estadistas.

La realidad es que el proceso de demolición de la monarquía no viene sólo del ala izquierda del Gobierno, sino sobre todo del sanchismo.

Ordenar dónde debe o no debe dormir el padre del rey, exigir que dé explicaciones y criticar su presencia de un fin de semana en España, sabiendo que no tiene causas abiertas ni nada por lo que deba rendir cuentas a la Justicia, supone sumarse al discurso antimonárquico de sus socios, por más que las formas sean otras

Artículo de Gari Durán publicado en El Español

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