Política con sentimiento

Según dicen sus portavoces, la Generalidad de Cataluña no se siente perjudicada por el hecho de que varios de sus dirigentes malversaran, al parecer del Tribunal de Cuentas, sus dineros para promover la independencia de la región. Por cierto que la independencia, como el nacionalismo, es también un sentimiento de acuerdo con el criterio de quienes, en los últimos tiempos, dirigen la política en España. Y por eso arman unos discursos cursilones –«con corazón», dicen– destinados a sobarles la chepa a los separatistas, no vaya a ser que vean herida su sensibilidad –que, en esto, está siempre a flor de piel–. Claro que la política con sentimiento se ha extendido a muchos otros ámbitos, esencialmente a los que reúnen a personas que son capaces de montar una identidad minoritaria. El motivo es sencillo: no se puede afligir a nadie, y menos en razón de su padecer. Una prueba palpable la hemos visto en el proyecto de ley sobre la identidad de género, en el que se instituyen arrendatarios de primera y de segunda, de manera que los primeros gozan del privilegio de la inversión de la carga de la prueba cuando el propietario de un piso no quiere alquilárselo. Es anecdótico –ya lo sé– pero el problema está en que esta política con sentimiento la vemos ya por todas partes extendiendo las semillas de la desigualdad.

Lo más curioso de todo esto es que son los tataranietos de la Ilustración los que han sucumbido a esta manera de concebir la política y las relaciones sociales. La izquierda socialdemócrata, que otrora fue paladín de igualdad, es ahora quien más enfáticamente defiende la sentimentalidad identitaria, incurriendo en la paradoja de la defensa de las identidades que nos hacen diferentes unos a otros en obligaciones y derechos. Cierto es que están acompañados por los residuos del comunismo, quienes se asoman cada vez que suena una flauta verde, morada o multicolor, para ver si logran salir de su agujero. Lo malo de todo esto es la doble moral, pues se menosprecia a los defensores de la libertad y se ensalza a quienes la mancillan.

Artículo de Mikel Buesa publicado en La Razón

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