Nada que pueda sorprender. Ni escandalizar. Las reglas de la política internacional: la falta de reglas. Lo dejó dicho para la eternidad hace 150 años en la cámara de los Comunes Lord Palmerston, artífice de la Cuadruple Alianza, la OTAN de su tiempo y en la que el superlativamente reaccionario -y, por ende, antiliberal- Putin habría estado interesado en ingresar: «Inglaterra no tiene amigos permanentes, ni enemigos permanentes. Inglaterra tiene intereses permanentes». No hay país del mundo en el que se maltraten más brutalmente los derechos de las mujeres, por no hablar de gais y otras minorías sexuales, que en los Emiratos Árabes Unidos y, ya ven, amigos de todos, incluidos no pocos terroristas. Occidente, reserva espiritual de todas las libertades y lugar de descubrimiento de inacabables variantes de la sexualidad, premiándolos con un Mundial de Fútbol, seguramente el mayor honor que nuestra civilización puede conceder a una sociedad. A estas alturas, «Occidente» no es un concepto, sino un conjuro arrojadizo. Significado preciso, ninguno. El historiador Norman Davies, después de inventariar 12 definiciones diferentes, y casi incompatibles, sin otro denominador común que lo que califica como «geografía elástica», resignadamente concluye que «la civilización occidental es una amalgama de constructos intelectuales diseñados para favorecer los intereses de sus creadores» (Europe: A History, 1994). Y eso en la literatura académica. Por resumir, un saco enorme de valores del cual cada uno extrae los que le convienen para encuadrar a los países que interesan a su relato en particular. Los otros, los malos. Unos días, unos; otros días, otros: Venezuela, Polonia, etc. Marxismo de Groucho: si no le gustan mis valores, tengo otros.