Principios marxistas de la OTAN

Estos últimos meses, a cuenta de la guerra, ha rebrotado el debate sobre la OTAN, sobre su sentido, una vez extinto -por decisión unilateral de Gorbachov- el mundo de bloques que la pudo justificar. He estado atento para no perderme nada. No me ha llevado mucho tiempo. Por una parte, quienes la criticaban, Unidas Podemos y sus entornos, apenas pasaban de candorosas consignas sobre las bondades de la paz. Nada sorprendente entre quienes parecen instalados a perpetuidad en asambleas universitarias. Una pena, porque confiaba en encontrarme nuevos argumentos. En realidad, si la memoria no me traiciona, en las asambleas de 1986, cuando se votó el referéndum sobre la permanencia, las críticas al ingreso eran más solventes. Ahora, pues qué les voy a contar. Hasta nos hemos olvidado de la historia reciente. Sin ir más lejos, nadie se ha molestado en recordar que, para forzar el ingreso en la OTAN, Estados Unidos chantajeó a Suárez -esto es, a la naciente democracia española- con apoyar al terrorismo independentista canario (lo contó el ministro Otero Novas en sus memorias). Tampoco que, de las tres condiciones para el ingreso incluidas en la pregunta del referéndum, se han violado dos. Dicho de otro modo: lo acordado no se ha cumplido.

No ha sido menor la decepción al leer a los defensores de la OTAN. Quizá por aquello de que la conversación entre dos se da siempre a la altura del más tonto. No sé. Algunos se limitaban a despachar a los críticos de la alianza militar recordando su perspectiva política. No descalificaban los menesterosos argumentos por su falta de sustancia sino por su procedencia: el raca raca del socialcomunismo, que a tantos evita el trámite de la reflexión. Un procedimiento falazmente indecente. En lo que atañe a razones, el principio está claro: vengan de quienes vengan. Desde que un día escuché a Franco decir que «dos más dos es igual a cuatro» evito despachar un juicio por mi opinión sobre su fuente. Ya saben, el ideal clásico que Platón pone en boca de Sócrates: «Adonde quiera que nos lleve el viento de la razón, habremos de ir».

Otras veces, peor. Y es que el argumento más común en los medios ha sido biográfico; mejor dicho, autobiográfico: los críticos de la OTAN siguen como hace 30 años. Cuando dicen esto, obviamente, se están refiriendo a ellos mismos hace 30 años. Discuten con el adolescente que fueron. El lector, en esas circunstancias, queda pendiente del desarrollo, de la explicación de por qué han corregido su valoración. Después de todo, uno mismo ha cambiado de ideas en muchas cosas y se ha esforzado en aclarar el tránsito. Una espera en vano. La conclusión se impone, no sin dolor de corazón: no tenían razones entonces y no las tienen ahora. Como el libro de Alberti: dos veces tontos.

Unos terceros, más esforzados, tiran del conocido inventario: la defensa del mundo libre, la civilización occidental, la legalidad internacional y esas cosas. Mis cosas, mi trinchera: los valores de la Ilustración. Lo malo es que esos valores tienen poco que ver con la historia de la OTAN y, en general, con la política exterior de EEUU, quien manda en la OTAN, que para eso paga. A la OTAN han pertenecido dictaduras militares como Portugal y Grecia y, ahora mismo, pues ahí están Turquía, Macedonia y Montenegro, dudosas democracias. Sin olvidarnos de la iliberal Polonia, hace unos meses en el alambre y ahora baluarte de las sociedades abiertas. Y si se trata de intervenciones internacionales poco respetuosas con la legalidad y discutiblemente defensivas, todavía recuerdo los bombardeos de la OTAN en Serbia o la invasión de Irak en 2003 protagonizada por sus dos miembros más destacados. Por no hablar de la entretenida actividad de Estados Unidos en América Latina: la operación Cóndor, la Escuela de las Américas y empresas parecidas. Y para que no piensen que estoy hablando de la prehistoria, ahí van unos números del activo reciente de EEUU, según el minucioso y cauto informe de The Brown University, The Costs of War Project: desde el 11 de septiembre del 2001, responsable de 38 millones de desplazados y 900.000 muertos.

Nada que pueda sorprender. Ni escandalizar. Las reglas de la política internacional: la falta de reglas. Lo dejó dicho para la eternidad hace 150 años en la cámara de los Comunes Lord Palmerston, artífice de la Cuadruple Alianza, la OTAN de su tiempo y en la que el superlativamente reaccionario -y, por ende, antiliberal- Putin habría estado interesado en ingresar: «Inglaterra no tiene amigos permanentes, ni enemigos permanentes. Inglaterra tiene intereses permanentes». No hay país del mundo en el que se maltraten más brutalmente los derechos de las mujeres, por no hablar de gais y otras minorías sexuales, que en los Emiratos Árabes Unidos y, ya ven, amigos de todos, incluidos no pocos terroristas. Occidente, reserva espiritual de todas las libertades y lugar de descubrimiento de inacabables variantes de la sexualidad, premiándolos con un Mundial de Fútbol, seguramente el mayor honor que nuestra civilización puede conceder a una sociedad. A estas alturas, «Occidente» no es un concepto, sino un conjuro arrojadizo. Significado preciso, ninguno. El historiador Norman Davies, después de inventariar 12 definiciones diferentes, y casi incompatibles, sin otro denominador común que lo que califica como «geografía elástica», resignadamente concluye que «la civilización occidental es una amalgama de constructos intelectuales diseñados para favorecer los intereses de sus creadores» (Europe: A History, 1994). Y eso en la literatura académica. Por resumir, un saco enorme de valores del cual cada uno extrae los que le convienen para encuadrar a los países que interesan a su relato en particular. Los otros, los malos. Unos días, unos; otros días, otros: Venezuela, Polonia, etc. Marxismo de Groucho: si no le gustan mis valores, tengo otros.

No deja de resultar conmovedor que ese mundo de fantasía, tan de Yolanda Díaz, también lo asuman algunos de sus críticos más perspicaces. Ya quisiera servidor estar instalado en él y no compartir los diagnósticos de Kissinger, Brzezinski, Kennan y tantas otras almas sombrías. En todo caso, mientras encuentro terapeuta, prefiero no ignorar a qué se juega en primera división; en particular, su ley suprema: por debajo del estucado de las palabras nobles se imponen los crudos intereses. Los de la Unión Europea, pues ya ven cómo estamos, como vaca sin cencerro. Hemos abandonado cualquier aspiración a una política exterior y de seguridad autónoma y, disciplinadamente subordinados a EEUU -que naturalmente solo procura sus propios objetivos-, camino de un suicidio económico y -esperemos que no- político. Porque, conviene no olvidarlo, los intereses de EEUU no son los de Europa. Unas veces son compatibles y otras, no. Incluso, en alguna ocasión, son contrapuestos. No es ficción ni conjetura: en 1982 la CIA, para romper el vínculo energético entre Alemania y Rusia, voló en territorio soviético las obras del gaseoducto entre los dos países. Lo contó con detalle en sus memorias Thomas Reed, ex miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Lo menciona en su excelente blog Rafael Poch de Feliu.

Y los intereses de España en particular, peor. Porque nuestras tribulaciones exteriores importantes se ciñen al norte de África. Sí, precisamente allí donde se han violado principios de derecho internacional y resoluciones de Naciones Unidas, y maltratado nuestros particulares intereses con la complacencia precisamente de nuestros mejores aliados. Al menos cuando Aznar nos apuntó a aquella locura -sostenida en las mentiras más colosales- de Irak, nos quedó el Echelon, que algo ayudó para combatir a los pistoleros nacionalistas. Ahora hasta parece que el Echelon 2.0, Pegasus, se lo han proporcionado a quienes nos chantajean. Nuestros amigos, Occidente, los principios…

Ninguna de las razones anteriores resulta concluyente. Bueno, es que ni siquiera alcanzan a razones. En rigor, no hablo de la OTAN, sino del (penoso, inexistente) debate sobre la OTAN. Yo, les confieso, en estos asuntos camino a tientas. Trato, únicamente, de estar pendiente de los mejores argumentos. Esos que nunca asoman en un debate público en donde solo parecen regir los viejos procedimientos: entre el «de qué se habla, que me apunto» y el «de qué se habla, que me opongo».

Artículo de Félix Ovejero publicado en El Mundo

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