Prisas, chapuzas y furia

Podría nombrar uno a uno a los diputados y senadores que han votado, además de dejar inerme al Estado en caso de amenaza (que la habrá), perdonarse a sí mismos cuando roben para su partido. Uno a uno. 184 diputados. 140 senadores. Ya tendría la columna.

Pero yo no soy de Podemos (ni del que dirige Pedro Sánchez ni del otro). Tampoco de EH Bildu, ni de ERC. Por eso yo no señalo.

Pero qué bien. En esa «democracia representativa» de la que no han parado de hablar el PSOE y sus aliados a raíz de la medida dictada por el Constitucional este pasado lunes. En esa situación que han comparado con el golpe de Estado del 23-F. Tras esas llamadas a la prevalencia absoluta de su voluntad como «representantes de la soberanía nacional» frente a las leyes y, en concreto, frente a la Constitución.

Qué bien, digo, que a esos representantes que probablemente y gracias a nuestro sistema de listas cerradas ni siquiera se les conoce o se les pone cara, que por una vez sus representados supiesen de ellos. Quizás alguno tendría que bajar la cabeza, avergonzado.

Alguno del PSOE. Porque a los otros los han votado para hacer precisamente lo que están haciendo.

O alguno de Unidas Podemos, de esos que venían a luchar contra la corrupción y los privilegios de la casta, y que ahora ya son parte de lo uno y de lo otro. 
Pero, como digo, yo no señalo. Que lo que han hecho caiga sobre su conciencia, si la tienen. Y sobre la de quien sea si cuando toque les vuelve a votar.

No obstante, ya que llevan una semana hiperventilando con eso de que en Parlamento reside la soberanía nacional (no en el pueblo español, qué sabré yo) y que si lo dicta la mayoría se puede votar cualquier cosa y de cualquier manera y el pueblo (desde ahora, súbditos) debe acatarlo, vuelvo al lugar del crimen (que en mi caso siempre son los clásicos griegos) y me voy a un párrafo de la Antígona de Sófocles.  

Le dice Antígona al tirano Creonte, tras condenarla este a muerte por desobedecer su orden de dejar insepulto a su hermano Polinices:  

«Y no he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni de ayer esas leyes. Existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan».

Antígona habla de la legitimidad del gobernante, de los límites del poder. Confronta la decisión de Creonte con otras leyes superiores (como la que dicta que los muertos no pueden quedar insepultos) y la obligación de desobedecer al tirano, si legisla en contra de ellas.

No por casualidad, y a pesar de toda la tradición anterior, la cuestión de la sepultura de Polinices por obra de Antígona en contra de la decisión tomada por la autoridad política, no había sido atestiguada en la época anterior al siglo V a.C., precisamente la que coincide con el momento más destacado de la democracia ateniense. Es obvio que Sófocles (como en otras de sus obras y como otros tantos autores) hace una traslación de un mito popular al momento que le es contemporáneo. 

Cambien esas «leyes no escritas, inmutables de los dioses» por la Constitución. Y al tirano Creonte, por las mayorías parlamentarias.

De eso se trata. La Constitución sirve como medida de la legitimidad de las leyes. Y, con todos sus defectos, el Tribunal Constitucional, sirve para decidir si estas se ajustan o no a esa medida. 

Intentar cambiar el árbitro por la fuerza y a la mitad del partido para hacer lo que se sabe con certeza que está mal (y que por eso se hace con prisas y de modo chapucero) es propio de tiranos.

Enfrentarse a eso con la ley en la mano no es un «rodea el Congreso» ni un golpe de Estado. Es lo justo. Lo que se debe hacer.

Artículo de Gari Durán publicado en El Español

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