Sedición en el siglo XXI: esperpento americano (con precuela catalana)

Decía Valle-Inclán de la España de 1898 que nuestra tragedia no podía ser tragedia, pues el género debía ser sublime, y sus protagonistas, heroicos. Para hacer justicia a aquella decadencia servían solo la deformación grotesca y sistemática, la risa sardónica de Quevedo, el desastre goyesco, Saturno devorando a su hijo. El imperio agonizante parece hoy el americano. Lo que sucedió ayer en Estados Unidos no soporta tampoco el lenguaje épico, ni las eruditas comparaciones con otras crisis constitucionales. Es demasiado risible para la tragedia, y demasiado serio para la comedia.

Donald Trump y sus seguidores son esperpento. Son ridículo, ignorancia, inanidad y vacío moral. Jamiroquai, Tiger King y Carole Baskin en el Capitolio, azuzados por el ego herido de un demente septuagenario, rebosante de infantil narcisismo, obsceno en sus formas, caprichoso en sus obsesiones, Nerón naranja. Todo en él es inasequible a la dignidad, impermeable al buen juicio. La suya es una locura de cómic distópico. Su liderazgo, el de un estridente flautista de Hamelín.

No cabe ni llamar golpe de estado a esta patochada, el último estertor de un sinvergüenza que jamás debió haber llegado a la Casa Blanca. No hay plan ni concierto: solo enajenación colectiva. Cabalgando sobre los monstruos de la Confederación, Trump resucitó los fantasmas de la Guerra Civil, y trató de desandar el camino que emprendieran, entre tantos, el Dr Martin Luther King o Gloria Anzaldúa.

Los fantasmas trumpistas regresaron en forma de revival de serie B, dando más lástima que miedo. No por ello, sin embargo, conviene restar gravedad a la situación: que la sedición fracasara por estupidez manifiesta no salva a la autoproclamada primera democracia del mundo de un ridículo monumental, televisado, del que tardará tiempo en reponerse, si es que lo consigue. ¿Cómo ‘exportar democracia’, cómo liderar el mundo libre tras semejante bochorno?

El Presidente Electo Joe Biden, el expresidente George W. Bush, y varias figuras del Partido Republicano, como el Senador y antiguo candidato presidencial Mitt Romney, condenaron estos hechos con rotundidad, y utilizaron, acertadamente, los términos de ‘sedición’, ‘insurrección’ y ‘rebelión’ para definir la conducta criminal del todavía inquilino del Despacho Oval.

La próxima vez que un corresponsal del New York Times caiga en la tentación de proyectar sus prejuicios anglocondescendientes sobre España, Francoland, debería, al menos, ahorrarse la monserga paternalista. La democracia es delicada, de Washington a Cataluña, de Varsovia a Buenos Aires. El populismo, el nacionalismo y la ley de la selva son sus enemigos. Sin ley, no hay paz.

Sin respeto al estado de derecho, mueren las libertades, muere la convivencia, reina el caos: Buffalo Bill en el Senado; congresistas huyendo por el sótano; los Jordis sobre el furgón destrozado de la Guardia Civil; la secretaria judicial escapando por la azotea; Puigdemont proclamando la Transitoriedad Jurídica; Trump amenazando, mafioso, al Gobernador de Georgia; Torra arengando, enajenado, a los CDR, ‘¡Apreteu, i feu bé d’apretar!’; el sueño de la razón, produciendo monstruos.

Contra este engendro totalitario, por ridículo que se presente, no cabe sino la firmeza. No hay componenda posible con quienes están dispuestos a utilizar la fuerza de las masas contra el mismo sistema que les legitima. No hay perdón ni indulto que sirva para aplacar a iluminados como Trump o Junqueras, siempre dispuestos a incitar a los demonios que habitan en los sótanos de la naturaleza humana. La historia nos lo dice, machaconamente, una y otra vez.

De sus demonios decía Teresa de Ávila, en el Libro de la vida, que huían despavoridos cuando se les miraba a la cara. Que se alimentaban de nuestro miedo, de nuestra ingenuidad negociadora, de nuestro voluntarismo pacificador. La democracia, como el amor y como la paz, se defiende cada día, con militancia serena, sin darla por descontada. A los sediciosos se les juzga, en los tribunales democráticos y en los libros de historia. Su deformidad no necesita distorsión retórica. Su poder de intimidación desaparece cuando se les pone ante el espejo.

Tribuna de Carlos Conde publicada en El Mundo 

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