Tres poderes y uno solo verdadero

Nuestra Constitución se asienta sobre dos ideas: la soberanía popular y los poderes, divididos entre sí, que emanan de la misma. Estos poderes son tres, el poder legislativo, el judicial y el ejecutivo. Tanto el poder legislativo como el judicial emanan directamente del pueblo, aunque lo hagan de formas diferentes. En el caso del legislativo, esto sucede porque la abstracta voluntad soberana del pueblo adquiere concreción, se realiza, mediante su determinación a través del ejercicio de los derechos y libertades individuales, especialmente el derecho de participación política, que es en lo que consiste en esencia el derecho a decidir, y el ejercicio de la libertad de expresión.

Respecto del poder judicial, la misma Constitución dice que la justicia emana del pueblo, si bien se administra por jueces y magistrados. No obstante, nada dice, al contrario de lo que sucede con el poder legislativo, acerca de cómo ha de concretarse ese proceso de emanación. Frente a esos dos poderes, legislativo y judicial, el poder ejecutivo en nuestro sistema parlamentario no emana directamente del pueblo, sino que lo hace de forma mediada a través del poder legislativo, ya que este poder es el encargado de dilucidar quién ha de ser quien dirija ese poder ejecutivo.

La primera conclusión que podemos obtener de este planteamiento es que el poder mejor definido por su vinculación al soberano, del que depende, es el poder legislativo. Tal precisión no la encontramos con relación al poder judicial, al mismo tiempo que vemos la dependencia del ejecutivo con respecto al legislativo. Pues bien, si esto es lo que puede deducirse de los planos que sirvieron para diseñar la casa común en la que habríamos de vivir, no sucede así con la ejecución de la obra, pues esta se ha alejado a lo largo de los años de lo dispuesto por los arquitectos, encaminándose por derroteros divergentes de lo previsto en un comienzo.

Pondré dos ejemplos distantes en el tiempo y con poderes ejecutivos diferentes a fin de demostrar que padecemos un mal endémico que afecta a las distintas facciones de nuestra vida política. El mal procede, en definitiva, de una mala práctica, de una pésima ejecución de aquello que se encontraba relativamente bien diseñado sobre el papel. Recuerdo que cuando se votó en el Congreso acerca de la participación de nuestro país en la guerra de Irak (sea cual fuese el cariz de la misma, pues eso ahora no importa), la propuesta del presidente Aznar recibió un apoyo unánime de su partido; perdón, de su grupo parlamentario. Ni un solo diputado del Partido Popular osó oponerse a la propuesta del Presidente del Gobierno que, a su vez, era el Presidente de su partido. También es verdad que obtuvo un rechazo igualmente unísono del principal grupo de la oposición, que coincidía con un partido concreto. Así pues, los votos de ambos grupos parlamentarios respondieron como un solo hombre a las solicitudes de quienes mandaban sobre los mismos, sus partidos.

Sorprendentemente, en Gran Bretaña sucedió algo muy distinto. Blair no consiguió el respaldo unánime de los laboristas; todo lo contrario, pues prácticamente la mitad de sus miembros abandonaron el barco y se opusieron a lo que consideraban un error, fundamentalmente por engañoso. También es verdad que Blair obtuvo un gran éxito entre las filas de la oposición, pues un buen número de los conservadores cambiaron de bando y se sumaron a la propuesta del Premier. Esta simple anécdota muestra que hay una diferencia fundamental entre lo que sucede en Gran Bretaña y aquí. Da la impresión de que nuestra práctica muestra una rigidez enfermiza. Recuerda el endurecimiento de las arterias que impiden que la sangre fluya con la facilidad requerida a fin de que no se produzca ninguna lesión en nuestro órgano motor. Esa carencia de fluidez nos acerca cada vez más a lo que podríamos calificar como infarto parlamentario. Las consecuencias del mismo parecen evidentes.

Nuestro problema se ha venido reproduciendo a lo largo de los años hasta llegar a la situación actual en la que la pandemia ha provocado que ahondemos en nuestros males. Es muy significativo que el ejecutivo gobierne no de acuerdo con lo que el legislativo aprueba, pues su concepto responde al de ejecutor de las leyes elaboradas por aquel, sino que ha decidido suplantarlo de una manera atroz. No sé cuántos reales decretos-ley ha aprobado ya, se acerca si no la ha rebasado a la centena. Además, ha recabado y obtenido el apoyo mayoritario del Parlamento para prorrogar un estado de alarma por seis meses, toda una proeza, en la que el país queda prácticamente durante medio año al albur de lo que disponga el ejecutivo. Es verdad que el legislativo ha consentido, en la medida en que el grupo parlamentario que apoya al ejecutivo, así como sus socios y algún que otro ingenuo, lo han respaldado unánimemente; también ha sido rechazado casi unánimemente por sus oponentes. ¿Cómo puede explicarse que un poder pueda consentir tal dejación de funciones, que supone la plasmación clara de su irrelevancia? Es verdad que ya lo sabíamos, pero nunca se había manifestado con tal transparencia.

¿Qué es lo que nos pasa?, se preguntó Ortega, a la vez que respondió que lo que nos sucedía consistía en que no sabíamos lo que nos ocurría. Creo que la pregunta es acertada, aunque ya no lo sea la respuesta. Ahora sí que conocemos lo que sucede. Sabemos que lo que pasa en nuestra vida parlamentaria es que no es tal, pues la vida parlamentaria es contradictoria con la unanimidad rocosa de las posiciones de los distintos grupos. Es imposible justificar desde un punto de vista racional la unanimidad de las posiciones en grupos tan relativamente amplios. Unos grupos compuestos por decenas de representantes que han de responder a electorados muy diversos, diversos incluso entre los mismos grupos parlamentarios. En mi opinión creo que tales comportamientos escleróticos no responden ni a electorados supuestamente uniformes ni a ideologías tan rígidas que evitasen toda diferencia entre sus componentes.

La razón se encuentra en que no existe una diferencia entre el poder legislativo y el ejecutivo; ni este es elegido por aquel, pues lo que sucede es justamente lo contrario, ya que es el ejecutivo, identificado con quien se encuentra en la cúpula de un partido, llámese Secretario General o Presidente, el que escoge en primera instancia a quienes compondrán el cuerpo legislativo -si bien que requerirán el voto interpuesto del electorado-. La consecuencia de tales comportamientos es la perversión de la división de poderes, lo que conduce a que no sea el poder legislativo (me refiero a la mayoría parlamentaria de Gobierno) quien controle al ejecutivo, sino que sea este el que lo haga sobre aquella, por lo que en última instancia es el ejecutivo el que decide el comportamiento del legislativo. Esta es la causa por la que nuestro sistema parlamentario ha degenerado hacia un solapamiento del poder ejecutivo y el legislativo, a la vez que se ha generado una subordinación de la mayoría parlamentaria a la dirección de su partido, esto es, del ejecutivo. De este modo, un poder, el ejecutivo, cuya legitimidad proviene, según los planos, del legislativo, actúa de manera efectiva, de acuerdo con los designios de quien dirige la obra, como el auténtico poder capaz de expulsar al legislativo al rincón de la historia.

Ahora solo nos falta que también se arrincone al judicial y el círculo se habrá cerrado. Entonces seremos capaces por fin de contemplar al único poder verdadero. Que no nos ciegue.

Artículo de José J. Jiménez Sánchez publicado en Expansión.

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