Fernando Buesa: a propósito de una biografía política

Fernando Buesa, mi hermano, fue un político socialista que murió asesinado por ETA —al igual que el escolta que le acompañaba, Jorge Díez Elorza— el 22 de febrero de 2000. Con ocasión del vigésimo aniversario de ese luctuoso día se ha publicado por la editorial Catarata el libro Fernando Buesa, una biografía política. No vale la pena matar ni morir del que son autores el historiador Antonio Rivera, catedrático de la Universidad del País Vasco, y Eduardo Mateo, gestor en la Fundación Fernando Buesa. Se trata de un texto formalmente heterodoxo, pues no se articula, como es habitual, a partir de una visión cronológica, sino que se construye en torno a la crónica del asesinato del biografiado y de los acontecimientos que se desencadenaron tras ese suceso; una crónica que se relata a retazos, en fragmentos que dan paso a diferentes episodios de su vida. Esta forma deconstruida del relato resulta a veces desconcertante, aunque por tratarse de una cuestión de estilo, original sin duda, es posible que incluso encuentre seguidores entre los cultivadores del género biográfico. Y es también un texto descargado de cualquier formalismo académico, pues en ningún caso se citan las fuentes de los pasajes que se reproducen textualmente y el lector sólo encuentra una somera bibliografía en la que, por cierto, no figura la recopilación de los discursos de Fernando Buesa que editaron las Juntas Generales de Álava ni el folleto que, en 2002, difundió un grupo de sus amigos con el texto de su intervención en el Parlamento Vasco con ocasión del debate sobre la autodeterminación que tuvo lugar en 1990. Puntualizaré inmediatamente que esta última sí se resume en el libro (pp. 126-130).

El libro tiene un contenido interesante con respecto a algunos de los aspectos relevantes de la biografía de Fernando Buesa, aunque falla estrepitosamente en otros. Por ejemplo, se relatan con detalle las pugnas internas del socialismo alavés, en las que él participó en tándem con Javier Rojo, hasta que se hicieron con la dirección del partido, pero se insiste sobre todo en las cuestiones personales, sin entrar en las discrepancias ideológicas sobre las que se sustentaban. En realidad, el libro adolece, en esto, de una debilidad notable, pues margina sorprendentemente el fundamento doctrinal de los aspectos políticos a los que se alude a lo largo del texto, especialmente en el ámbito de la política local. No debe olvidarse que mi hermano fue, sobre todo, un político ocupado en los asuntos municipales de Vitoria y provinciales de Álava, aunque tuviera también un papel muy relevante en el Gobierno —cuando ocupó la vicelehendakaritza— y el Parlamento —donde actuó de portavoz de su partido— Vascos. Y de ese carácter local, los autores del libro se ocupan someramente, destacando sobre todo las confrontaciones particulares que Fernando Buesa tuvo con algunos políticos nacionalistas, en especial con quien fue muchos años alcalde de Vitoria, José Ángel Cuerda. No obstante, sí aparecen mejor tratados, en mi opinión, los elementos que aluden al enfrentamiento ideológico y político con el nacionalismo institucional, sobre todo cuando éste giró a mediados de la década de 1990 hacia el soberanismo, alineándose con ETA, así como con respecto a la violencia terrorista que ésta desplegó aupándose sobre la comprensión del PNV y también de ciertos sectores del PSE.

Pero donde encuentro el principal problema de este libro en el relato del asesinato de Fernando Buesa que, como antes he señalado, vertebra la estructura del texto. Ello porque, deliberadamente, se oculta un aspecto crucial de los acontecimientos que lo rodearon. Me refiero al hecho de que, una vez firmado el Pacto de Lizarra, el Gobierno Vasco desmontó el aparato policial de la lucha antiterrorista, apartando a la Ertzaintza de esa tarea, para dar satisfacción a las exigencias de sus nuevos socios, a la vez que dejaba desprotegidos a los que, como mi hermano, estaban amenazados por ETA. Una parte de esta retirada de las fuerzas policiales vascas consistió en la suspensión de los servicios de protección personal y de las tareas de investigación anejas a ellos, con la única excepción de las catorce personas —nueve de ellas por razón de su cargo institucional, cuatro por ser los máximos dirigentes de sus partidos, y una más con motivo de haber sido secuestrado y recientemente liberado por ETA, tras el pago parcial de la extorsión exigida por ésta— que siguieron siendo vigiladas.

A Fernando Buesa se le retiró la escolta el 16 de septiembre de 1998 y, según consta documentalmente, desde entonces no se le realizó ningún servicio de contravigilancia hasta que fue asesinado diecisiete meses después, aun cuando en los primeros días de diciembre se le asignó a un ertzaina —precariamente formado en materia de protección de personas— para que le acompañara. Este vacío fue crucial para que el Comando Basurde, recabara información sobre él, aunque no pudiera actuar en su contra porque fue detenido por la Guardia Civil el 23 de diciembre de 1999. A este cuerpo policial corresponde, por cierto, un fallo fundamental, pues no transmitió a la Ertzaintza los datos sobre mi hermano que incautó a dicho comando. Pero más relevante fue la actividad del Comando Ituren, que ya a finales de 1998 había recabado la información necesaria para preparar un atentado contra Fernando Buesa, aunque, debido a la tregua decretada por ETA, recibió de Javier García Gaztelu Txapote la orden de parar la acción, aunque sin dejar la vigilancia de su objetivo. Este Comando Ituren no fue detectado por nadie y poco más de un año después cometió el crimen.

Lo que acabo de relatar consta documentalmente en un informe que redactamos Víctor García Hidalgo —comisionado por el PSE— y yo mismo —que lo hacía por la familia de mi hermano— a partir de la información que pudimos recabar de los cuerpos policiales —Ertzaina, Policía Nacional y Guardia Civil— y de la Audiencia Nacional en los meses ulteriores al atentado. Su conclusión era obvia: el Gobierno Vasco había incurrido en una evidente responsabilidad política al desproteger a los ciudadanos amenazados por ETA mientras se embarcaba en un turbio e incierto pacto con ésta. Uno de esos ciudadanos fue Fernando Buesa. El documento fue depositado hace unos años en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo para que estuviera a disposición de los historiadores y estudiosos del terrorismo. En 2002 hice una síntesis de su contenido que publiqué como artículo en El Correo.

Pues bien, nada de lo que acabo de relatar se refleja en el libro de Rivera y Mateo, aunque me consta que, al menos el artículo de El Correo, era conocido por estos autores, pues se menciona en la p. 156, aunque no se refleje en la bibliografía. En vez de ello, construyen un relato en torno al asesinato que aleja de los hechos cualquier responsabilidad indirecta del Palacio de Ajuria Enea. Comienza señalando que «la policía vasca se hizo con el control de una zona que diariamente vigilaba con especial cuidado debido a la cercanía de la lehendakaritza» (p. 16) —y en la que tenía su residencia mi hermano, añado—. Es más, aduciendo el testimonio de un periodista de TVE —José Manuel Cámara— que lo formuló en su blog once años después —dato éste que se omite en el libro—, se afirma que la tarde del crimen «las medidas de seguridad … (eran) las más extremas que nunca había visto». Y pone en boca de este mismo personaje —que, en su blog, se presenta a sí mismo como «periodista y cuentista, valga la redundancia»— la afirmación de que «los periódicos informaron con todo lujo de detalles sobre los desvelos de todas las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado por intentar encontrar la bomba antes de que estallase»; añadiendo que «Guardia Civil, Policía Nacional y Ertzaintza habían peinado la zona sin éxito» (p. 17). Y concluyen que «tres jóvenes procedentes de la kale borroka … habían sorprendido a todos en su primera ekintza» (p. 16).

Me atrevo a afirmar que este relato es, en todo, falso. Es una invención de los autores destinada a preservar las armoniosas relaciones que hoy en día sostiene el PSE con el PNV —y sorprendentemente con EH Bildu—, que podrían verse empañadas si, en una publicación que, con Catarata, coeditan la Fundación Fernando Buesa y la Ramón Rubial Fundazioa —ambas vinculadas al partido socialista—, se sostuviera que el gobierno que presidió Ibarretxe había incurrido en una responsabilidad política con respecto al asesinato de quien fue uno de los máximos dirigentes del PSE. Rivera y Mateo han hecho un flaco favor a la verdad y a la Historia. Y por ello, en apoyo a mi afirmación, no tengo más remedio que reproducir uno de los pasajes del correo electrónico que me dirigió Antonio Rivera hace unos meses, en contestación a otro en el que le señalaba lo desacertado de su narración. Dice: «el asunto de la seguridad en torno a Fernando era muy delicado y te aseguro que teníamos claro que no queríamos devolver a la actualidad el debate que en su momento se planteó al respecto». Y añade con desfachatez que «por eso nos vino muy bien tu artículo (el de El Correo) porque marcaba con claridad los términos del debate y de las interrogantes». Me quedé perplejo cuando leí esto, sobre todo porque, en vez de retomar esos términos e interrogantes, el libro los deshecha descalificándolos.

Mal oficio es el del historiador que elude los hechos para recrear una realidad ficticia. Ya lo señaló Julio Caro Baroja en «Sobre el arte de la biografía», el prólogo que escribió para dar paso a El señor inquisidor y otras vidas por oficio, pues la «biografía —dice— puede encerrar peligros y falacias». La mentira —que hace que «la verdad siga en el pozo»— es uno de ellos, sin duda el más importante, pues según un viejo proverbio «como creo lo que invento, no me parece que miento»; y como añade Caro Baroja, «¡esto de creer es tan dulce!» que da lugar a «creer y ponerse una etiqueta, ponérsela luego a los demás y adelante».

Porque las mentiras no acaban ahí. Y las más dolientes se refieren a dos de los hermanos de Fernando Buesa: Ion y yo mismo, que aparecemos inopinadamente en el relato no para afianzar alguno de los aspectos biográficos de nuestro hermano, sino para descalificarnos. Acerca de Ion se afirma que «era y es nacionalista vasco», lo cual es solo medio cierto, pues hace ya algunos años abandonó el PNV; se le presenta como rival político de Fernando —pues, «en 1998 tuvo que disputar con su hermano en el debate de las enmiendas al presupuesto foral» (p. 156)— olvidando que, durante muchos años, ambos se reunían todas las semanas en la casa de Ion para charlar de lo divino y de lo humano, incluyendo la política; y, para rematar, se sugiere falsamente, como es público y notorio —pues el asunto ya ha sido dirimido en los tribunales sin que Ion fuera encausado en ningún momento— que estuvo implicado en un caso de corrupción. En cuanto a mí, se me presenta como «un ejemplo, quizás extremo, de derechización» (p. 157), aludiendo primero a mi actividad como presidente del Foro Ermua, señalando después que fui fundador de UPyD y poniendo como colofón una vinculación con VOX —«formación a la que ha dado su apoyo explícito» (p. 157), se dice falsamente, reproduciendo, por cierto, una entrada de la Wikipedia que no es precisamente una fuente fiable—, aunque nunca he estado afiliado a ese partido. La razón de estas descalificaciones la desconozco, aunque tal vez tengan que ver con el hecho cierto de que ninguno de nosotros dos avalamos la deriva de la Fundación que lleva el nombre de Fernando. Lo hacemos desde el silencio y la ausencia, pero ya se ve que esto, a algunos, les inquieta.

Artículo de Mikel Buesa publicado en Libertad Digital.

Comparte

Share on twitter
Share on linkedin
Share on facebook