Y es que tratar de hacer una valoración ponderada del legado de don Juan Carlos estos días no es nada fácil. Sus sobresalientes aportaciones a la consolidación de la democracia en nuestro país se han visto empañadas por los abusos amasando una fortuna de forma irregular (seguramente delictiva si no disfrutara de la inviolabilidad) y por la conducción poco ejemplar de su vida privada. En torno a don Juan Carlos habíamos construido un mito, él había sido el piloto de nuestra exitosa Transición democrática, el salvador ante la intentona golpista del 23-F; era nuestro mejor embajador y supo ejercer una eficaz influencia moderadora para el buen funcionamiento de las instituciones en momentos clave. En definitiva, durante años don Juan Carlos brilló como rey constitucional en la esfera pública. Pero, como destacaba recientemente el profesor Josu de Miguel, un rey no solo debe cumplir en la esfera pública, sino también en la privada. La Constitución de 1978, siguiendo la tradición monárquica, había situado al rey como clave “dignificada” del orden político-institucional. Se le había dado un estatus con la mayor consideración: no solo iba a ser irresponsable por sus actos como jefe del Estado, sino que su persona iba a ser inviolable jurídicamente. Pero la contrapartida a ello no es el refrendo gubernamental, sino un ideal más profundo: “the King can do not wrong”. El rey no podía fallar en nada, tampoco en su vida privada. Y vaya si lo hizo. Faltó así gravemente a sus deberes como rey, aun en la esfera privada, y dilapidó con ello el extenso aprecio popular y político del que disfrutaba, poniendo en peligro la continuidad de la propia institución. No hemos tenido un rey asesino, como se planteó cuando se debatía la Constitución de 1978, pero nos hemos tenido que enfrentar a la crisis constitucional producida por un rey que según parece actuó de comisionista y evadió impuestos. Que no es poco.