Un niño de Biafra camino de desafección

Como catalán, comienzo a estar harto de la solidaridad. Parece uno un niño de Biafra. Te miran con ternura, te aguantan un rato el rollo (tampoco mucho, que no es para tanto) y alguno hasta te invita a comer. Como cuando lo del Domund. Si acaso, los más cercanos te preguntan por qué te metes en líos. Solo les falta añadir “con lo que tú vales, con lo que podrías hacer si te dedicaras a otros asuntos”. Recuerdo cómo en su día el responsable (catalán) de opinión del periódico en el que colaboraba, después de recomendarme que me ocupara menos del “asunto”, me inventarió aquellos otros en los que, según él, sí tenía algo que aportar: la igualdad, la democracia, el futuro de la izquierda. Confieso que me emocionó: aunque se olvidaba de la teoría de la ciencia social, conocía mi obra mejor que los evaluadores del Ministerio de Universidades, los de la ANECA.

Uno, como si se excusara, trata de explicar a los amigos que sigue trabajando en otros asuntos, solo que este le parece el más importante si quiere mirarse al espejo sin avergonzarse, si se respeta intelectual y moralmente. El nacionalismo me parece despreciable precisamente porque me tomo en serio la igualdad y la democracia. Y la lucha de clases. Pero no me enfado. Sé que lo hacen con cariño. Con el mismo cariño que profesarían al niño de Biafra. Y ese es el problema: que ven los problemas de Cataluña como si pasaran en otro país, como si no les afectaran. Ya conocen la cantinela: es un problema de catalanes que tienen que resolver los catalanes. Otro de los guiones nacionalistas.

Uno se esfuerza en explicarles que se equivocan, que lo que está en juego no es un problema de catalanes, sino la destrucción del Estado común; que la tramposa política de la concordia es un atentado a la redistribución y a la calidad democrática, al control de los poderes y a la rendición de cuentas; que la arbitrariedad despótica del Gobierno de todos está sustituyendo a las reglas explícitas y compartidas de juego, al imperio de la ley; que, en lo que atañe a procedimientos y respeto a la división de poderes, Sánchez es como Orbán; que la sustitución de los ciudadanos por los pueblos, concretada en la aberración de la mesa de negociación, supone una derrota del parlamentarismo y la deliberación democrática; que si ellos juzgan intolerable que el color de la piel o el sexo impida el acceso a las posiciones laborables o sociales en Cuenca o Málaga, también deberían considerar inaceptable la exigencia de una lengua que no sea la de todos como requisito en el acceso a la administración, la enseñanza o la sanidad en Barcelona, Bilbao o Vigo: la desigualdad en Cataluña es la desigualdad en España.

Pero como si lloviera. Los secesionistas, PSC mediante, han impuesto su guion a un PSOE entregado a la supervivencia política de Sánchez y carente de elementales bridas intelectuales. El imprescindible fermento del autoengaño. La aceptación del relato nacionalista, que pudo arrancar con un cálculo político, acabará por convertirse en una convicción profunda y hasta moral. Una vez más, la necesidad mudada en virtud.

No se extrañen de que, si siguen así las cosas, los niños de Biafra nos hartemos. Si nos siguen mirando como extranjeros, muchos catalanes constitucionalistas vamos a acabar por sentirnos como extranjeros. Que nadie lo olvide: para quienes carecemos de oído para los nacionalismos, España importa porque importa la democracia y el Estado de derecho. España, fundamentalmente, es una garantía de libertades y civilización. O eso era hasta no hace tanto. Por eso no nos emocionaba la España de Franco. Si deja de serlo, la pregunta es inmediata: ¿para qué España?

Quizá sea hora de recuperar en un sentido decente la miserable mercancía de la desafección que Montilla introdujo al servicio del nacionalismo. Solo de una manera indirecta —por dejación de funciones— era verdad aquello del Gobierno de España como “fábrica de independentistas”. No se sorprendan de que ahora, por otros caminos, los catalanes siempre ignorados comencemos a olvidarnos de una España que no es garantía de derechos. Sin descartar a otros muchos españoles no febriles.

No va a quedar ni el apuntador. O solo los fanáticos.

Artículo de Félix Ovejero publicado en El Mundo

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