Como catalán, comienzo a estar harto de la solidaridad. Parece uno un niño de Biafra. Te miran con ternura, te aguantan un rato el rollo (tampoco mucho, que no es para tanto) y alguno hasta te invita a comer. Como cuando lo del Domund. Si acaso, los más cercanos te preguntan por qué te metes en líos. Solo les falta añadir “con lo que tú vales, con lo que podrías hacer si te dedicaras a otros asuntos”. Recuerdo cómo en su día el responsable (catalán) de opinión del periódico en el que colaboraba, después de recomendarme que me ocupara menos del “asunto”, me inventarió aquellos otros en los que, según él, sí tenía algo que aportar: la igualdad, la democracia, el futuro de la izquierda. Confieso que me emocionó: aunque se olvidaba de la teoría de la ciencia social, conocía mi obra mejor que los evaluadores del Ministerio de Universidades, los de la ANECA.