Alumbramiento orteguiano en Barcelona

Sobre el Procés está todo dicho. O prácticamente todo. Lo que hay que hacer ahora es articular una acción cívica, cultural y política que nos permita superarlo. Y abrir otros caminos intelectuales que nos lleven a dejarlo atrás por elevación. Eso es precisamente lo que sucedió el sábado pasado en Barcelona, donde se celebró el foro “La España continuada”, organizado por la plataforma Consenso y Regeneración con apoyo de Societat Civil Catalana.

Sobre el Procés está todo dicho. O prácticamente todo. Lo que hay que hacer ahora es articular una acción cívica, cultural y política que nos permita superarlo.

Con motivo del centenario de la gran obra de Ortega y Gasset La España invertebrada, prestigiosos historiadores, economistas, juristas y cineastas radiografiaron el grado de vertebración de nuestro país y propusieron caminos para volver a tejer ese gran tapiz de vínculos que es España.

Me gustaría subrayar aquí la intervención final de Juan Claudio de Ramón, joven diplomático, prolífico escritor y uno de los intelectuales más sugerentes e importantes del panorama español. Juan Claudio, siempre brillante y apasionado, estuvo ese día algo más oscuro y tenue. Pero, al mismo tiempo, más interesante que nunca. Como si su disertación fuera un parto gestado durante mucho tiempo. Como si su reflexión se hubiera abierto paso lentamente y con cierto dolor entre sus sólidas categorías liberales. Porque Juan Claudio de Ramón se atrevió, al fin y al cabo, a matizar sustancialmente al maestro Ortega, y a proponer una teoría de la nación que zarandea el discurso habitual en el mundo constitucionalista. Puso voz a lo que algunos veníamos intuyendo, sin encontrar las palabras pertinentes, porque entendemos con claridad que España no es solo su autoconstitución en 1978. 

Durante toda la década del Procés, en los entornos constitucionalistas se ha reiterado la necesidad de configurar un “proyecto ilusionante de España”, parafraseando aquel “proyecto colectivo de vida en común”, del que hablaba Ortega. Y está en lo cierto Ortega cuando afirma que sin futuro compartido no hay unidad posible a medio plazo. Tiene razón, pero no toda la razón. Y eso es lo que quiso señalar Juan Claudio. Una nación moderna no puede ser únicamente un “proyecto compartido ilusionante”. No puede serlo por un doble motivo. El primero, más práctico, porque la ilusión es un estado momentáneo y accidental, que viene y se va, y es imposible alimentarla permanentemente sin acabar exhausto. Nada valioso en la vida descansa en algo tan voluble como la ilusión. El segundo motivo, más fundamental, es que un régimen liberal no permite la articulación de “proyectos colectivos” fuertes y cerrados, porque lo que caracteriza precisamente al paradigma liberal es el pluralismo, también de fines y proyectos.

Una nación moderna no puede ser únicamente un “proyecto compartido ilusionante”.

Hay que encontrar otras sendas para comprender y practicar la nación moderna, que tiene que ser algo más que un proyecto sugestivo.  El pensador nos invitaba a una mirada quizá más modesta y menos prometeica; precisamente por ello, más sustancial que el capricho de nuestra voluntad. Una nación, explicaba Juan Claudio de Ramón, es un patrimonio que se nos ha transmitido, una herencia valiosa que se nos entrega, y que debemos decidir si queremos preservar y cómo podemos enriquecer y ampliar. La nación, venía a decir el intelectual madrileño, es una llamada y una invitación desde el pasado, que nos interpela hacia el futuro.

Una nación, explicaba Juan Claudio de Ramón, es un patrimonio que se nos ha transmitido, una herencia valiosa que se nos entrega, y que debemos decidir si queremos preservar y cómo podemos enriquecer y ampliar.

Me atrevo a traducir esta idea en terminología orteguiana. Una nación, entonces, no es primero “proyecto”, sino que antes es “circunstancia”, es el “mundo político” al que hemos sido “arrojados”. Y mundo, para Ortega, es límite, pero es también siempre posibilidad creativa. “Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades vitales. (…) Representa lo que podemos ser; por tanto, nuestra potencialidad vital”. La nación, podríamos decir entonces, es el ámbito sociocultural y político que nos es transmitido, y que se nos ofrece como interpelación y posibilidad. No es algo que inventemos, sino algo que nos encontramos, que nos ha sido transmitido como repertorio de actuación. Pero no es algo cerrado. El mundo o la circunstancia, para Ortega, nunca están cerradas. Siempre son invitación, diálogo creativo con las personas.

Esta suerte de círculo hermenéutico nos devuelve curiosamente a la primera definición de Ortega. Si el mundo -también la nación- es algo abierto, tiene en cierto modo algo de tarea, de “plebiscito diario”. Si esa circunstancia, si ese mundo político no se convierte en proyecto, acabará avejentándose, acabará disolviéndose sencillamente en “el mundo de ayer”. La nación, por tanto, es patrimonio y es tarea. Y la principal tarea es transmitir ese mundo valioso, enriquecido y mejorado con nuestra experiencia y subjetividad contemporánea. No es realidad metafísica, es mundo histórico, y por tanto está en nuestras manos su continuidad o fracaso.  

La nación, por tanto, es patrimonio y es tarea. Y la principal tarea es transmitir ese mundo valioso, enriquecido y mejorado con nuestra experiencia y subjetividad contemporánea.

Son estas unas pequeñas notas o contrapuntos personales al hilo de la conferencia de Juan Claudio de Ramón, que espero publique próximamente. Las escribo porque pienso que sería interesante que, en este centenario orteguiano, exploremos categorías nuevas para comprender nuestra situación nacional presente. Quizá entonces se nos abran nuevos horizontes que nos permitan desencallar este atasco tedioso y pesado en el que parece haberse instalado nuestro país.

Artículo de Fernando Sánchez Costa publicado en El Lliberal.cat.

Comparte

Share on twitter
Share on linkedin
Share on facebook