Aventureros

El acuerdo del PSOE y Ciudadanos en Murcia ha provocado el efecto de un terremoto de máxima intensidad en la política española. La consecuencia inmediata del acuerdo nocturno fue la esperada convocatoria de elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid. Puede que Ayuso estuviera esperando una oportunidad para convocar estos comicios, dado que su relación con Aguado estaba cargada de tensión desde el principio del pacto, al haber confundido el candidato de Ciudadanos la coalición de gobierno con la cohabitación en el ejecutivo madrileño; pero la excusa murciana la redime ante ella de las acusaciones que se podrían hacer si hubiera convocado en otro momento y sin estos antecedentes. La reacción de Ayuso, a su vez, en otra onda concéntrica más fuerte que su epicentro, descoloca de tal manera al partido naranja que le ha convertido en irrelevante, justo cuando las posiciones centrales son más necesarias que nunca en el espectro político nacional.

El PSOE, también desconcertado después de zigzagueos judiciales, propone un candidato que estaba en la pista de salida de la política madrileña, reconociendo de antemano una esperanza electoral limitada. Pocas críticas se pueden hacer cabalmente a Gabilondo y menos después del sacrificio que suponía enfrentarse a la señora Ayuso, aupada a las máximas cuotas de popularidad en Madrid debido a una política diferenciada, que ha favorecido la consecución de objetivos económicos en medio de una crisis generalizada. Su sacrificio parece mayor desde la interpretación fría de las últimas decisiones de Pablo Iglesias. Tal vez Gabilondo y los socialistas deberían pensar que el primer perjudicado de la radicalidad sea el PSOE y que, desde luego, Iglesias no será nunca un socio fiable, desde el momento que considera a los socialistas un engorroso obstáculo para sus pretensiones últimas, que puede ser útil en determinadas coyunturas, pero al que no se le puede tener como aliado estratégico.

Los discursos preelectorales ya estaban cargados de sectarismo y eran disruptivos respecto a nuestro reciente pasado y cargados de una terrible e infantil simpleza: socialismo o libertad, fascismo o democracia. Pero, en este río revuelto, Pablo Iglesias vio la oportunidad, tal vez también la necesidad, de dar una vuelta de tuerca a la política española. Es el primer caso en el que el partido minoritario provoca una remodelación gubernamental, sin la aprobación previa del presidente del Gobierno. Se libera de las responsabilidades trabajosas y aburridas de la gestión, electrifica la política española con su candidatura y aglutina el voto a la izquierda del PSOE; salvando a su partido del riesgo de convertirse en irrelevante… en fin, impone una dinámica extremista y radical a la política madrileña y, como no, también a la española. Hemos vuelto al “no pasarán” y al “hemos pasado” del chotis. Justo lo contrario a por lo que hemos trabajado, por lo que se han esforzado las generaciones anteriores a la nuestra, se tambalea y corre el claro riesgo de derrumbarse ante nuestros ojos.

Todo parecía que seguiría un patrón, sin percatarnos que la política española, además de sufrir un rapto de sectarismo, está pilotada por personajes enfermos de soberbia, guiados por una consideración sobre sí mismos ridícula y desproporcionada, que les convierte a algunos de ellos en grotescas figuras del esperpento valleinclanesco. Todos los cálculos de Iglesias, que pasan por su santa y temeraria voluntad se le vienen abajo porque Errejón, al que no había consultado la ‘okupación’ de su partido, le ha dado con las puertas en las narices, satisfaciendo un deseo largamente esperado. Así que el noble arte de la política, entre los vaivenes murcianos, las ocurrencias ‘pablistas’, la dignidad quebrada de Ciudadanos; se ha convertido en un vodevil, en el que la sustancia reside en lo grotesco, donde la risa es provocada por el ridículo al que están sometidos los personajes. Las crisis pueden provocar grandes desastres y tener su origen en causas dramáticas, pero también las puede impulsar el ridículo egoísmo de los personajes, la incapacidad y el endiosamiento de unos actores que hace menos de una década solo eran conocidos en los bares de sus respectivas facultades universitarias. En nuestro caso es lo grotesco del origen del drama que vivimos.

Creímos que la crisis podría sobrevenir por la debilidad de las instituciones, la destrucción de la virtuosa división de los tres poderes o por el desistimiento provocado de alguno de ellos; pero aparece con la fuerza de lo irremediable en los partidos políticos, muy especialmente en los partidos nacionales, en los que debería basarse la pluralidad y la estabilidad de la democracia española; sencillamente entre la dignidad y la podredumbre moral, entre la gran política y el sectarismo más nauseabundo. Últimamente los políticos españoles han elegido lo peor.

En estos momentos más que nunca, corriendo el riesgo de ser mal entendidos por unos y por otros, reivindicamos la moderación y el reformismo, la recuperación del espacio de centralidad en la política de nuestro país.

Podemos conformarnos con lo que sucede, podemos justificarlo, podemos disminuir la envergadura de la gravedad de lo ocurrido, como a menudo hemos hecho en el pasado ante calamidades que no llegamos a comprender, pero la España que Reúne no vacilará ahora; seguiremos señalando los riegos que corremos de volver a un pasado que creímos postergado para siempre. No dudaremos en oponernos a las políticas que se enfrentan a la concordia y al abrazo fraternal que nos dimos para concluir la dictadura franquista. Haremos acopio de coraje para reivindicar la política que nos ha permitido vivir el más largo y próspero periodo de nuestra historia reciente.

Es momento de que demos un paso adelante pidiendo el compromiso público de quienes han perdido el confortable paraguas de unos partidos que parecen desbocados, excitados por el sectarismo y la irresponsabilidad. Es el momento de rebelarse individual y colectivamente contra la espiral de radicalidad que domina la política nacional. No es el momento de una política minúscula, aguada y sin fuste. Por el contrario, es el momento de defender honestamente los principios de las democracias representativas. Denunciamos el peligro de volver a ensimismarnos en la miseria doméstica, de desatender los grandes retos que tienen todos los países desarrollados, pero muy especialmente del nuestro. Una política extremadamente ideologizada a la derecha y a la izquierda provocará grandes emociones, pero dejaremos de prestar atención a “las cosas” que hacen una sociedad más próspera, más justa y más libre. Vemos lo que sucede a la política española con la resignación de lo que ya hemos vivido, con la indignación que provoca la repetición de los errores que, por nuestra historia, jamás pensamos que se volverían a cometer. No podemos estar alegres ante esta llamada a la confrontación y al frentismo. Alcemos la voz los que seguimos creyendo que la política se debe basar en principios, tener en cuenta los intereses de la sociedad y sus respectivos retos. Hagamos esfuerzos redoblados por recuperar el espíritu de la Transición, la aventura de mejorar España, de fortalecer nuestra relación con nuestros socios europeos y nuestra presencia en el mundo, en unos momentos en los que, según como nos enfrentemos a la revolución tecnológica, a la imparable globalización y la extensión a los últimos rincones de nuestras vidas de la inteligencia artificial, estaremos con los países que progresan o los que quedarán paralizados en los límites de la Historia.

Editorial de La España que Reúne

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