Cataluña, 1714-2021

En 1714, el decreto de Nueva Planta abolió la Generalitat, las Cortes Catalanas, el Consejo de Ciento, eliminó la figura del virrey, dividió Cataluña en corregimientos, desaparecieron las tradicionales veguerías; se implementó el catastro para gravar las propiedades urbanas y rurales, se establecieron nuevas cargas fiscales; el castellano se convirtió en la lengua oficial; se prohibió el uso, enseñanza y aprendizaje del catalán; se cerraron las universidades y se creó la Universidad de Cervera.

Sin embargo, el triunfo borbónico fue especialmente beneficioso para la economía catalana al fomentar la participación de la burguesía barcelonesa. En Cataluña triunfó la revolución industrial, en gran medida gracias a las bondades del reformismo borbónico, a la conquista del mercado español con productos catalanes y la existencia de intereses comunes entre la monarquía, la oligarquía centralista y la burguesía catalana. Una característica importante de Cataluña después de 1714 fue la ausencia de catalanes en la función pública, tanto en la administración civil como en el ejército, debido al importante desarrollo económico que facilitaba la creación de oportunidades empresariales y profesionales más atractivas, circunstancia que explicaría el desapego de las clases medias catalanas respecto a las profesiones ligadas al Estado. Pero los catalanes siempre sintieron España como parte de su patria.

Cataluña, tras la guerra de 1714 y a pesar ser una tierra pobre en recursos naturales, fue capaz de generar una enorme riqueza, convirtiéndose en la locomotora económica de España. Adecuó sus cursos de agua propicios para la industria, aprovechó su cercanía con las vías de comunicación hacia Europa, potenció el sistema de herencias catalana basada en el «hereu» lo que produjo que los «cabalers» de las familias se especializaran en trabajos manuales. Decía Vicens Vives que fue la menestralía quien produjo este milagro catalán, «una mentalidad más que una situación, un concepto de la vida más que una forma de ganársela», donde el trabajo fue entendido no como «castigo divino» sino como «signo de elección», como un sentido práctico de la vida, lo que ha vertebrado a la Cataluña que hemos conocido durante los últimos cinco siglos. Y fuimos admirados y queridos por el resto de españoles.

Los catalanes lograron salir del ensimismamiento, se produjo una diáspora por tierras de España, conquistaron económicamente la Corona de Castilla, se colonizó Sierra Morena, renovaron las artes de pesca en Galicia y Andalucía, dominaron los mercados americanos, se establecieron catalanes en las ciudades de la meseta. Campomanes soñaba en la transformación de España adaptando las instituciones catalanas: «Cataluña predicó a las otras Españas el evangelio de la redención por el trabajo». Sin embargo, la pérdida de las colonias, la incomprensión de Castilla hacia la catalanidad (su lengua y su cultura), provocó a inicios del siglo XX el retraimiento, la mirada nostálgica hacia una idealizada e inexistente Cataluña medieval, que se tradujo en una insensata aversión a participar en el gobierno del Estado. Y nació el nacionalismo y su insaciable discurso de afrenta.

La burguesía catalana murió cuando nació el proceso separatista, y los catalanes han pasado de ser un pueblo admirado y querido por el resto a ser denostados por el hastío que produce la permanente reivindicación económica y la afrenta que supone la merma de recursos de otras comunidades. El vergonzoso rechazo a la inversión, para la ampliación de El Prat es el claro síntoma de la enfermedad separatista que afecta a una parte de la sociedad catalana en 2021. Cataluña está desguazada, en franca y clara decadencia. La pujanza económica y civil, la satisfacción del trabajo riguroso y de una sociedad cohesionada han dejado paso a un clima general de niebla y de tristeza.

Artículo de Josep Ramón Bosch publicado en La Razón

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