Cuatro décadas de inmersión, silencio y propaganda: así se perdió Cataluña

A mediados de los años 80, el Teatro Real de Madrid no era ni sombra de lo que había sido. El Gran Teatre del Liceu estaba llamado a ser el coliseo de referencia de la nueva España democrática. La idea del ministro Solana pasaba por hacer de él nuestra Scala de Milán y se fue a Barcelona con una oferta cosmopolita que Pujol no podía rechazar. «El visionario Jordi Pujol se negó en redondo -escribe Pedro Gómez Carrizo en El libro negro del nacionalismo (Deusto)-. Él tenía un sueño, el que puso negro sobre blanco en su Programa 2000, y la posibilidad de que el Liceu pudiera perder su catalanidad no era sueño sino pesadilla». ¿Por qué ser la Scala española, con proyección internacional, pudiendo ser el ágora catalanista? El Teatro Real de Madrid fue el principal beneficiado de este ejemplo (solo uno entre mil) de la política de repliegue interior que ha hecho de Cataluña, sí, un poble y hasta una nació, pero ¿a qué precio y para qué?

No, el problema catalán no nace en 2017, con la república de los ocho segundos y la saga/fuga de Puigdemont; ni siquiera en 2012, cuando Artur Mas se echa al monte después de que en Moncloa le rechacen un nuevo y suculento pacto fiscal en medio de la peor tormenta económica. El procés fue primero soñado y luego diseñado. Hunde sus raíces en los años 80, y aun antes, en la cabeza privilegiada de un señor de Barcelona que durante décadas fue el socio perfecto, «el hombre de Estado». «Lo que habría que preguntarse es de qué Estado», ironiza Miriam Tey, que habla con THE OBJECTIVE a propósito de la publicación de la obra coral El libro negro del nacionalismo, «que no habría salido sin la valentía y el compromiso de Roger Domingo, editor de Deusto», añade. «Todo responde a un programa escrito, que como en una lista se podría ir haciendo check y ver sus logros, que han sido todos». Lo curioso es que esta lista o carta a los Reyes Magos del nacionalismo existió en la realidad. Se llamó Programa 2000.

Constaba de 33 páginas y tres anexos, elaborado a finales de los 80 y que Pujol presentó a su Consejo en el verano del 90. Ahí está, punto por punto, todo lo que vino después: la afirmación del nacionalismo sobre el Estado a través de la educación, la lengua y la cultura, la acción exterior, el empresariado, los medios de comunicación, la historia… Antonio Robles, que escribe lo concerniente al Programa 2000 en este Libro negro del nacionalismo no duda en hablar de una «nacionalización de las mentes», «la peor pesadilla de Orwell» e incluso «un verdadero Gran Hermano con ínfulas de Mein Kampf». Lo curioso es que, a pesar de filtrarse a los periódicos, el programa se mantuvo intacto y fue ejecutado por Pujol con «formas ladinas, simuladas, y la paciencia de un depredador sigiloso, ocultando los objetivos supremacistas que la sociedad catalana de ese tiempo jamás hubiera aceptado», añade Robles. Eran los tiempos de Kobi y la ciudad de los prodigios, de cuando Pujol podía ser, era, el Español del Año, y PSOE y PP hablaban catalán en la intimidad. Nadie pudo o quiso imaginar que 25 años después el supremacismo fuese religión en buena parte de los catalanes.

«Se ha forjado una religión, o más bien una secta, en la que los independentistas creen estar por encima de lo consensuado por la población y esto en democracia no puede darse», explica Miriam Tey, coordinadora del libro y vicepresidenta de Societat Civil Catalana entre 2017 y 2019. Buena parte de la culpa, junto con la lenidad del propio Estado, la tienen los constitucionalistas catalanes: «Hemos sido condescendientes al pensar que los nacionalistas podían tener un derecho que no tienen, y lo hemos sido por nuestra idea del respeto democrático. En Cataluña se han dado por buenas muchas cosas, hemos pecado de soberbia y condescendencia con aquellos que creíamos que tenían un derecho que no estaba contemplado. Pero de los derechos de los nacionalistas no hay ninguno que no se haya respetado. Pretender que sus objetivos están por encima de la Ley es reivindicar el derecho a la dictadura».

El Libro negro del nacionalismo, con más de 30 autores, analiza la forja de la excepcionalidad y el victimismo, el secuestro de Cataluña por una ideología que hizo de una presunta opresión su bandera, y la conquista de espacios cedidos por el Estado. Así hasta 2017, la ruptura, y en su proyección al futuro. «Los ciudadanos hemos sido abandonados paulatinamente por cualquier Gobierno que ha necesitado del nacionalismo. Han cedido pensando que el nacionalismo sería razonable, pero no existe un nacionalismo light o moderado, como no lo hay con el racismo o el machismo. Nadie compraría la idea de un machismo light». Tey culpa a la derecha, por «mirar hacia el tendido», y a la izquierda por renunciar al internacionalismo y la igualdad que propugna en favor de la supuesta liberación de un pueblo oprimido.  

Entre ambos han dejado todo el poder en manos de los independentistas y han contribuido al desastre catalán: apartheid lingüístico (el caso de Canet demuestra cuán vivo está el asunto), exilio por goteo y muerte civil del disidente, fuga de empresas… Desde otoño de 2017, cerca de 7.000 firmas han abandonado Cataluña. «Todo esto supone un empobrecimiento inmerso para la comunidad que había sido la más puntera de España, y ha dejado de serlo porque el dinero quiere seguridad. Además, Cataluña nunca ha reconocido los grandes privilegios que le ha dado España en materia de inmigración, aranceles, industria, etc», apunta Tey.  

¿Hay futuro para Cataluña? Miriam Tey cree que el seny aún puede sobreponerse a la rauxa, que «somos más los que tenemos la cabeza amueblada». Al nacionalismo solo le queda vivir en el bucle, de él. «El objetivo del nacionalismo no es la independencia, porque ya la tienen, sino más poder aun». Llevará años, décadas, quizás nunca se logre, desmontar el aparato socio-cultural creado ex profeso y que ha alcanzado, en perfecta réplica orwelliana, a la historia, la fundación del mito catalán: la revuelta del segadors, la ‘represión’ e ‘invasión’ de 1714, la Guerra Civil… Por el camino se perdió el sentido común, la concordia, la libertad para opinar sin consecuencias y toneladas de dinero para afirmar el programa de ruptura. «Un catalán es un español cien por cien al que le han dicho que tiene que ser otra cosa», escribió Josep Pla y lo rememora Albert Boadella en el prólogo a El libro negro del nacionalismo. Siendo así, no es imposible pensar que otros «españoles cien por cien» sigan los pasos ruinosos de Cataluña. Valencia, Baleares, Galicia y ahora Asturias, han apuntado en mayor o menor medida en esa dirección. «Yo les diría que se miren en el espejo de Cataluña y vean cuáles son los peligros de generar este monstruo», concluye Tey.

Artículo de Gonzalo Núñez publicado en The Objective.

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