El falso problema de España

Algunos problemas se resuelven; otros, se disuelven. Los primeros requieren las preguntas correctas. Los segundos, reconocer que las preguntas son incorrectas. Cuando no se repara en ello, nos encontramos con otro problema, con un pseudoproblema que muchas veces está en el origen de otros problemas muy enojosos, porque no hay manera de resolverlos y empecinarse en ello no sale gratis. Conocemos muchos: ¿Cuántos ángeles caben en la punta de una aguja? ¿Cuál es el peso del flogisto? Si el universo tuvo un origen, ¿qué había antes? En los procesos sociales, los falsos problemas pueden consumir algo más que energías intelectuales. Un rumor, falso, sobre cualquier menudencia, puede acabar en un tumulto. En todos esos casos, la solución al problema consiste en recordar que no hay solución porque no hay problema. Asumido el diagnóstico, a otra cosa.

Lo que hoy se llama el problema de España es uno de esos falsos problemas que están en el origen de problemas bien reales. Muy serios. Tampoco es nada nuevo: ahí están los muertos de las diversas guerras de religión. Los dioses, pues no sé; los muertos, bien precisos.

El falso problema es que España tiene un problema de legitimidad. No es un misterio su procedencia. Lo facturaron los nacionalistas para justificar su proyecto político: la conformación de unidades políticas sostenidas en comunidades de identidad y, en ese sentido, naturales; no como España, una horma impuesta que asfixiaría la vida. El falso problema se apuntala en dos tesis. La primera, que la Guerra Civil es el último episodio de una interminable lucha de España contra las naciones naturales; la segunda, que el franquismo arrasó con Cataluña y el País Vasco. A partir de ahí se establece una doble ecuación: España se equipara a dictadura y los nacionalismos, a democracia. España es, sin más, un concepto reaccionario. La implicación práctico-política no se hace esperar: debemos arrasar contra esa cárcel impuesta a las entidades legítimas, las naciones.

El relato anterior es obviamente falso. La deslealtad hacia la República de los nacionalistas está sobradamente documentada, como también que la represión franquista apenas se hizo notar en Cataluña o el País Vasco, sobre todo si se compara con lo sucedido en Extremadura, Andalucía o, incluso, Castilla, tan facha. Y son bien conocidos los beneficios económicos obtenidos por Cataluña y el País Vasco durante la dictadura: mercados cautivos, trabajadores sometidos e infraestructuras garantizadas. Repasen las tasas de crecimiento.

Nada que sorprenda. El nacionalismo es inseparable de la mentira. A la postre, se sostiene en una inconsistencia constitutiva: el proyecto de construcción de la nación, de la identidad nacional. Si se tiene que construir, es que la nación no existe. Esto es, el nacionalismo niega la existencia de la realidad que invoca. Por lo demás, moralmente, es obsceno: al asociar la identidad a la pertenencia a la comunidad de ciudadanos, socava la igualdad. Habría ciudadanos de mejor calidad que otros. Son cosas sabidas y, por eso, durante décadas, el nacionalismo estaba excluido del paisaje moral aceptable. Al nacionalismo, le sucedía lo mismo que al sexismo o al racismo: ni siquiera sus defensores se atrevían a reivindicarlo.

El problema, nuestro problema, es otro: el aval de la izquierda. Algo conceptualmente inexplicable. La izquierda buscaba ampliar la comunidad de ciudadanos, fortalecer al Estado con herramientas de corrección de las patologías sociales y alentar la redistribución entre ciudadanos. Ese es el sentido último de la idea de territorio político que nace con las revoluciones democráticas, una idea comunista en sentido preciso: en lo que atañe al territorio político todo es de todos sin que nadie sea dueño de parte alguna. Madrid no es de los madrileños ni Barcelona de los barceloneses. Yo tengo los mismos derechos en Sevilla que en Barcelona. Por eso mismo, nadie puede decidir irse con lo que es de todos. Exactamente lo contrario que defiende un nacionalismo que busca levantar fronteras y, por tanto, convertir en extranjeros a conciudadanos.

Sin embargo, nuestra izquierda ha comprado el relato nacionalista de los españoles colonos. Un delirio: quién puede sostener razonablemente que los trabajadores, vecinos de los barrios más desatendidos, cuya lengua es despreciada por las instituciones y servicios públicos (incluidas la sanidad y la educación), oprimen –como un ejército de ocupación, sostienen los más trastornados—a una casta que ostenta el poder político y económico, con ingresos superiores a los de los políticos de la metrópoli, mientras monopoliza el acceso a las mejores posiciones sociales.

Ese es nuestro problema real, que el relato más falso ha sido puesto en circulación por quienes, por diversas circunstancias, han dispuesto de una particular credibilidad moral. La mentira más grande oficia como el axioma indiscutible de nuestro relato político. Así se entiende la naturalidad con la que hemos aceptado que el gobierno del Estado esté gestionado con la ayuda de aquellos que quieren desmontarlo.

Cuando la izquierda compra y difunde la tesis de que la idea misma de España es reaccionaria, se entiende el reflejo inmediato de defenderla. Unos recuerdan que nuestra historia no es ni mejor ni peor que la de Francia, Italia o Inglaterra; otros, más entusiastas, hablan de pasadas glorias y de importantes aportaciones al acervo civilizatorio, algunas de ellas fuera de toda disputa. Y todos hacen un inventario de las mentiras empíricas y falacias argumentales del nacionalismo: no cabe ocupación cuando no han existido entidades políticas genuinamente escindidas; no es legítimo inferir de supuestos hechos (“identidades compartidas”) discutibles derechos (a la autodeterminación, a la soberanía).

Se entiende. Pero esa defensa de España no escapa al marco mental del nacionalismo, a la tiranía del origen. Que su soporte empírico sea veraz no quita que pretenda –el imposible de—justificar nuestro marco de convivencia en la historia. Y nunca los hechos, sin más, sirven como fundamento normativo de nada. Que algo haya sido no es una razón para que deba seguir siendo.

No es la única estrategia. A mi parecer, cabe otra defensa de nuestra comunidad política más acorde con la nación de ciudadanos heredera de la Revolución francesa. Circunstancialmente, España es el marco político más amplio de realización de los ideales de justicia, igualdad y democracia. El más amplio disponible, pero no el deseable: cualquier frontera traza un perímetro arbitrario a la realización de esos ideales. En ese sentido, es condenable levantar fronteras y defendible abolirlas en nombre de esos ideales, extender nuestra comunidad de ciudadanos. Por eso, mejor Europa que España. España resulta interesante no por lo que fue, sino por lo que hoy es y, si fuera el caso, en nombre de los clásicos ideales, estaría justificada su desaparición como entidad política.

¿Y la identidad? Confieso mi reserva ante las grandes palabras e “identidad española” es una de ellas. En todo caso, es innegable que la convivencia, el trato repetido, los trasiegos económicos y poblacionales, acaban llevándonos a reconocernos en ciertas coincidencias, usos y costumbres. Por las mismas razones por la que recalamos en un “buenos días” o un “adiós”, porque facilitan los tratos, por una simple economía de coordinación. Equilibrios de Nash, que dicen en teoría de juegos: nos entendemos y salirse unilateralmente de las reglas no sale a cuenta. Como conducir por la derecha. Nada más –y nada menos—que un subproducto de lo que importa: la convivencia prolongada entre ciudadanos. Pero eso no es la meta, lo que hay que cultivar, sino lo que simplemente sucede mientras hacemos otras cosas, lo decisivo, la vida. No es un problema, porque no hay problema en ser lo que siempre se acaba por ser. De momento, España.

Artículo publicado por Félix Ovejero publicado en ABC.

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