Hoy sabemos, o deberíamos saber a estas alturas, tras la Ilustración y las revoluciones burguesas, que una democracia sin Estado de Derecho no es una verdadera democracia, porque no respeta, entre otros fundamentales, el principio de igualdad ante la ley. Un principio tan básico y elemental que no puede exonerarlo ni la propia ley general (ordenando, por ejemplo, que un catedrático de una universidad top que se pasa a político no deberá asumir responsabilidad contable alguna, o, quizás algo incluso más útil, que por cada artículo que a uno le publiquen en una revista de impacto te quiten dos multas de tráfico). Menos aun puede hacerlo una ley particular en beneficio de un señor determinado (lo que técnicamente se denomina “privilegio”). Todavía menos una decisión administrativa o jurisdiccional que exonerase de una falta probada en consideración a los méritos pasados del correspondiente sujeto (que incurriría en manifiesta arbitrariedad y, por supuesto, en prevaricación). Y, evidentemente, tampoco la opinión de un determinado sector social, por muy movilizado que esté.