Pero vayamos más allá porque lo fundamental de las ideas que maneja Iglesias para acogotar a la prensa está en la afirmación de que los medios están fuera de control —y que, para eso, está él, presto a restaurar la censura al estilo de José Antonio Giménez-Arnau, el redactor de la Ley de Prensa de 1938 que quería liberar a los «lectores envenenados por una prensa sectaria y antinacional», pues seguramente la Ley Fraga de 1966 le resultaría demasiado liberal—. Tal aserto es evidentemente falso, pues sobre los medios de comunicación se extiende el mecanismo de control del mercado, de tal manera que son las preferencias de sus lectores, oyentes o espectadores las que finalmente determinan el tamaño y las características ideológicas e informativas de su ámbito de influencia, así como sus posibilidades de supervivencia. Ciertamente caben matices a lo que acabo de señalar, porque en algunos segmentos de ese mercado —me refiero principalmente a la televisión— hay estructuras oligopólicas e intervenciones estatales que trastocan el resultado de la competencia. Eso que los de Podemos llaman «lo público» está, en efecto, presente en el ámbito televisivo a través de RTVE y de las cadenas autonómicas y locales. A este respecto, no deja de ser curiosa la acérrima defensa que, desde la izquierda —aunque, en esto, no quepa excluir del todo a la derecha—, se hace de unas instituciones como la Televisión Española y la Radio Nacional de España que heredamos del régimen franquista. Allá por los años de la Transición, el Estado se deshizo aceleradamente de la Cadena de Prensa del Movimiento, pero dejó incólumes a esas dos entidades, a las que ni siquiera les cambió el nombre. Naturalmente el gobierno de Adolfo Suárez —y luego todos los que les sucedieron hasta llegar a Sánchez e Iglesias— lo hizo con la pretensión de servirse de ellas para su sustento político.