Lo que podría entenderse como una imagen ultrademocrática, la fuerza pública amparando la libertad de manifestación de una minoría, es en realidad lo contrario, una minoría muy poderosa utilizando las instituciones, solapada o abiertamente, según la ocasión, para violentar ilegítimamente los derechos de todos en beneficio de sus intereses espurios. Porque es, sin duda, legítimo aspirar a la separación, pero no lo es tratar de conseguirlo forzando la Ley democráticamente establecida ni, por tanto, querer impedir que los que lo han intentado reciban el castigo establecido con arreglo a la Ley y con las debidas garantías. Y todo siempre teñido de democracia, la palabra más prostituida por el nacionalismo separatista; la que ha servido (y sirve) para transmutar, de cara al exterior, lo que es un movimiento secesionista minoritario en una justísima reivindicación de un pueblo oprimido.